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El Día de Muertos es más que una tradición: es un reencuentro con quienes amamos, donde recordamos, honramos y celebramos el amor eterno que nunca muere.
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El puente de pan y polvo
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11 minutosEl jubilado llegó al mercado antes de que el sol ensayara el primer reflejo en los cuchillos del puesto de carnitas. No iba por calaveritas de azúcar ni por papel picado. Pidió dos panes de muerto “sin ajonjolí, por favor”, una varita de canela y—con una sonrisa que a la tendera le pareció travesura de niño—un puñado de polvo: la harina que queda en los costales al final del día, ese residuo finísimo que casi no pesa pero deja marca en las huellas. La mujer sopló la boca del costal y le recogió la harina en un sobre de papel. Él pagó exacto y volvió a su cuarto con ventanas que daban a un muro y a un rectángulo de cielo recortado, como si el mundo tuviera borde.
Subió las escaleras despacio. No pensaba levantar un altar vistoso. Dispuso dos mesas angostas en paralelo, separadas por un vacío de cincuenta centímetros. Sobre la primera, colocó una taza esmaltada con borde golpeado, una foto velada en vidrio, una vela corta. Sobre la segunda, un vaso con agua, un plato para migas, una flor solitaria que parecía oler a martes. Entre ambas, un aire sin nombre.
Con los dos panes y la harina, empezó a fabricar lo que había soñado durante semanas: un puente.
Cortó el primer pan en rebanadas exactas, todas del mismo grosor, y las acomodó como tablones; del segundo, arrancó migas con los dedos y las espolvoreó encima, no como adorno sino como peso: cada miga debía recordar a un pie. Con la harina, dibujó los barandales: dos líneas blanquísimas que temblaban si alguien respiraba cerca. En el centro dejó un hueco diminuto, una trampilla donde se veía el mosaico gris del piso. “Para admitir lo que cae—porque la memoria también cae”, murmuró. Al terminar, el puente parecía frágil y testarudo, como las cosas que no se quieren ir.
Encendió la vela. La llama se inclinó un poco hacia el vacío entre mesas, como si reconociera corriente. El cuarto olía a ralladura de naranja ajena, a polvo limpio, a algo humilde que busca su sitio. Afuera, el vecindario levantaba ofrendas gordas: retratos grandes, estrellas de papel, canciones a todo volumen, el rumor del mundo celebrándose. Él eligió lo mínimo. “Si la memoria es paso, que pase”, pensó.
Se sentó frente al puente y esperó.
La primera hora no pasó nada que un ojo impaciente quisiera contar. El vaso mostró una vibración tenue; el pabilo chisporroteó con sonido de insecto. A la segunda, la luz cambió de densidad; el aire tomó la textura de sábana planchada; la llama redujo su ruido. Entonces lo percibió: una brizna de sombra pisó el primer tablón de pan. No era figura ni humo; era peso sin forma. El pan crujió, no hacia abajo, sino hacia atrás, como si cada miga recordara pies antiguos. La sombra avanzó dos tablones, dudó ante la trampilla y, con un suspiro de harina, cayó. El vacío del centro admitió el descenso sin drama. El jubilado contuvo la mano: el impulso de rescatar incluso a lo que no se deja ver.
Comprendió una primera regla: sólo cruza por completo aquello que del otro lado tiene voz.
Dijo en voz alta el nombre de su padre. Pronunció las sílabas como se clavan estacas. Una segunda sombra, reconocible apenas por el modo de pesar—un peso que le había dado de comer—, posó la huella en el primer tablón. Esta vez el pan crujió hacia adelante, seguro de existir para alguien. El puente lo sostuvo; el vaso dejó de vibrar. El jubilado sonrió con la torpeza hermosa de quien lleva tiempo sin servir de orilla.
Probó con otros nombres. Los que dijo claro cruzaron. Los que pronunció en duda—los que llevaba años evitando por no doler—tropezaron en la trampilla y cayeron con suavidad de pluma. No era castigo: era medida. Tomó una hoja y escribió, para no olvidarse al día siguiente: No basta con recordar— hay que ser recordado. No basta con volver— alguien debe llamar por tu nombre.
A media tarde se asomó la vecina de trenzas grises. Le entregó dos mandarinas y un “¿cómo va?”. Él señaló el puente con un gesto que pedía silencio. Ella entendió sin entender—como se entienden las cosas verdaderas. Dejó las mandarinas y dijo despacio el nombre de su madre, doña Petra, que había sido lavandera de río. Algo cruzó el puente con el repiqueteo alegre de ropa exprimiéndose. La vecina se quedó un rato con la mirada húmeda y luego se fue sin cerrar del todo la puerta: el gesto exacto de quien sabe que esa noche una casa no le pertenece del todo a sus habitantes.
Anocheció. En el edificio resonaron cumbias vagas, risas, un perro que aprende a no ladrar frente a los muertos. El jubilado siguió probando. Los nombres a los que se atrevió cruzaron con paso firme. En los que postergó, el puente se volvió frontera correcta. Hacia las once, pensó en probar una pregunta que lo había perseguido durante meses: ¿y yo? ¿Qué peso tiene el que pronuncia, si nadie lo pronuncia a él?
Se levantó. Retiró la foto de la primera mesa y dejó el espacio limpio, una orilla sin rostro. Apoyó el pie en el primer tablón. El pan no reaccionó. Dio otro paso. El barandal de harina no se sacudió. Era como andar sobre una maqueta. “Soy liviano para mí”, dijo, y le pareció atroz y exacto.
No quería caer por descuido. El hueco del centro lo miraba con educación severa. Entonces hizo lo único que no había hecho en años: pidió. De pie sobre el pan, con vergüenza de anciano que suplica lo que debería darse por sentado, habló hacia afuera. Nombró a la vecina—la del segundo, trenzas grises, geranios impecables. “Si me oyes, di mi nombre… ahora, como se pronuncian los vivos”.
Nada. El puente siguió siendo dibujo. El barandal, trazo inmóvil. El hueco parecía medir la exactitud de su caída.
El jubilado tragó saliva. Pensó en volverse. Entonces, del pasillo, llegó una voz pequeña, tímida, el volumen de las primeras veces: “Don Mateo”. No fue un grito; fue un hilo. Ella añadió el apellido, con cuidado, como se coloca una taza en una repisa nueva. El puente respondió como responden los músculos a un nombre amado. La harina vibró lo justito; el pan crujió hacia adelante; la trampilla se cerró. El anciano sintió, por primera vez en mucho tiempo, el peso exacto de su cuerpo.
Cruzó.
No fue milagro ni truco. Fue gramática. Entendió algo de golpe: que la identidad no reside en el espejo ni en la memoria privada, sino en la voz entre dos orillas; que el pan alimenta menos al estómago que al paso; que el polvo no es suciedad, sino mapa de dónde cae la luz.
Al llegar al otro lado, no había filas ni canto. Sólo una mesa con agua, el olor de un suéter guardado, una silla tibia. Se sentó y apoyó las manos en las rodillas, como cuando era niño y le pedían paciencia. No pidió señales ruidosas. Oía—esto lo supo sin sorpresa—unos pasos que reconocía por el modo en que no pesaban en el pasillo de la infancia. Dijo “gracias” sin dirigirse a nadie. Y, como los puentes bien hechos no son cárceles, volvió.
Al regresar notó que una esquina del barandal de harina se había desmoronado lo justo para recordar que ningún cruce es eterno. Barrió con una tarjeta vieja, reparó la línea, y la dejó temblar. Temblar era importante: el movimiento recordaba que el puente estaba vivo.
La noche siguió su lengua. Llegaron los hijos de la vecina—adultos con la torpeza de quien vuelve a nombrar—y de uno en uno fueron diciendo nombres, primero bajito, luego con la entonación de quienes aceptan que un nombre no es sólo sonido, sino llamada. Cada llamado sostenido hacía avanzar algo que el jubilado no veía pero que pesaba con coherencia. Alguna sombra cayó, sí, en la trampilla; al caer, no se resentía: el hueco la admitía como archivo.
A las tres con cinco, cuando la ciudad parece una camisa del revés, tocaron la puerta. Era el muchacho del quinto, con una botella de coca tibia y dos rebanadas de pizza en servilleta. “Para la ofrenda, don”, dijo, y al mirar el puente dudó de sus palabras. “¿Puedo…?” El jubilado asintió. El muchacho pronunció el nombre de su abuelo, ese que enseñó a arreglar la antena de TV con un gancho. Algo pasó con un chasquido pequeño, como de alambre que se endereza por fin.
Al amanecer, la vela quedó corta; el agua, en calma; las migas, pegadas a las líneas de harina como si fueran costuras. El jubilado se levantó con la espalda dócil. Partió uno de los panes en rebanadas—boletos de paso—, los envolvió en servilletas, y tocó puertas: la del quinto, la del segundo, la de la mujer que canta en la azotea, la del señor que camina con dos bastones. “Para su altar”, decía, y no explicaba. Nadie preguntaba. Cada quien entendía a su modo.
Volvió. Se hizo un café con canela y lo puso en la taza golpeada. Abrió el sobre de la tendera y sacudió el último polvo sobre los barandales. “Para que recuerden”, dijo, y le pareció bueno hablarle a líneas de harina como si fueran gente. Colocó de nuevo la foto en la primera mesa. Llamó en voz alta a los suyos, uno por uno, hasta que el cuarto tomó cuerpo de cocina en domingo.
Antes de barrer, escribió otra frase en la hoja:
La memoria no es un mueble: es puente. No se posee. Se sostiene. Y se sostiene entre dos bocas.
Luego barrió despacio, con cuidado de no creer que limpiaba un milagro. Reunió la harina en un montoncito—el polvo del puente— y lo volvió a esparcir en la línea, como se vuelve a decir un nombre para que no se caiga. Cortó la miga que había caído en la trampilla y la dejó sobre el plato de la segunda mesa: alimento para lo que no alcanzó a cruzar.
Ese día, por costumbre nueva, cada vez que escuchó su nombre en el pasillo, respondió con el de otra persona. Cuando la vecina dijo “don Mateo”, él dijo “doña Petra”. Cuando el muchacho gritó “señor”, él respondió “don Aurelio”. Descubrió que así el puente temblaba menos: el peso iba y venía, como el buen pan.
En la noche, mientras el edificio se llenaba de ruidos de platos y de niños con sueño, el jubilado apagó la luz de la sala y se quedó a oscuras un segundo más de lo debido, sólo para probar la frontera. La oscuridad no se lo tragó. La voz de la vecina, desde el otro lado de la pared, pronunció su nombre como se llama a alguien que se quiere ver al día siguiente. Encendió. El clic sonó correcto, sin eco.
Guardó el pan restante en una bolsa, pero antes de atarla sacó una rebanada y la dejó sobre el puente, a mitad del cruce. “Para que a alguien le dé valor”, dijo. Se acostó tarde, con la espalda de quien fue útil. Soñó que el mercado no cerraba nunca y que la tendera le vendía, además de harina, barandales, y que él los cargaba como se cargan los paraguas: por si llueve el olvido.
A la mañana siguiente, la vecina tocó para devolverle el plato. Venía con los ojos limpios. “Gracias por el pan”, dijo. “Anoche lo puse en la orilla y… entendí”. Él asintió como se asiente a las cosas que ya no necesitan explicación. “¿Quiere un poco de polvo?”, preguntó, y le ofreció el sobre con harina como si fuera carta. Ella tomó un pellizco y lo guardó en una cajita de joyas vacía. “Para mis barandales”, sonrió.
El jubilado arregló el puente una vez más. No porque hiciera falta, sino para recordar que las cosas verdaderas requieren manutención. Antes de salir a comprar leche, se detuvo en el vacío entre mesas. No lo midió: lo honró. Dijo dos nombres. El aire se puso de pie.
Y entendió, con esa lucidez que sólo aparece en casas silenciosas, que vivir será siempre sostener puentes: pan para el suelo, polvo para señalar dónde cae la luz, y un nombre en la boca de alguien—para no caerse solo.
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Alpura lanza edición especial por Día de Muertos
La marca celebra la vida y honra la memoria con un diseño simbólico.
Por Deyanira Vázquez | Reportera
Alpura presentó una edición especial de empaques con motivo del Día de Muertos, inspirada en la conexión entre la vida y la muerte. Con esta propuesta visual, la compañía rindió homenaje a quienes ya no están y reafirmó su lema: “Pura pasión por la leche, pura pasión por la vida”.
El lanzamiento incluyó dos versiones distintas: una para Leche Clásica de 1 litro y otra para Leche Deslactosada de 1 litro. Ambos diseños estuvieron disponibles en tiendas de autoservicio, de conveniencia, mayoristas y establecimientos tradicionales en todo el país. La producción total alcanzó los 47 millones de empaques.
Los envases representaron la dualidad entre el mundo de los vivos y el de los muertos mediante una división cromática. En la parte izquierda, los tonos cálidos aludieron a los ranchos de la marca y al entorno terrenal; mientras que en la derecha, los azules profundos y los símbolos tradicionales reflejaron el plano espiritual.
Un puente entre dos mundos
En el centro del diseño, la tradicional vaca de Alpura se convirtió en un vínculo simbólico entre ambos mundos. Su cuerpo adornado con flores y colores vivos transmitió la idea de unión entre lo tangible y lo trascendente, subrayando que la vida y la muerte forman un mismo ciclo.
La frase “Vivieron con pasión, los celebramos con pasión” sintetizó el mensaje de esta edición, dedicada a reconocer la vitalidad y el legado de quienes dejaron huella. Con ello, la marca buscó fortalecer su identidad emocional y su conexión con las familias mexicanas.
El diseño integró elementos icónicos de la festividad, como la flor de cempasúchil, símbolo que guía a las almas, y flores azules que evocaron la frescura y calidad asociadas con los productos de la empresa. La fusión equilibró tradición, respeto y modernidad visual.
Inspiración y narrativa visual
Adrián Alcalá “Larusso”, gerente creativo de Alpura, explicó que el concepto visual fue concebido como una declaración desde el punto de venta. “Estamos poniendo al centro a nuestra vaquita, el corazón de nuestra marca, adaptada con códigos visuales que se reconocen de inmediato”, afirmó.
El proyecto se sustentó en una narrativa visual que reforzó el propósito de Alpura: conectar emocionalmente con los consumidores a través de los momentos cotidianos. Cada empaque buscó ser una invitación a recordar, compartir y celebrar.
La propuesta visual también reflejó un ejercicio de creatividad colectiva dentro de la compañía, que combinó la herencia mexicana con el lenguaje gráfico contemporáneo, manteniendo una identidad sólida y reconocible en los anaqueles. –sn–
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La capital del país celebra el Gran Desfile de Muertos
Ciudad de México honra la vida y la memoria en el Desfile de Día de Muertos, reafirmando su identidad y creatividad popular.
Por Fausto Hernández | Reportero
El gran Desfile de Día de Muertos 2025 reunió a más de un millón 450 mil personas en el corazón de la capital. La ceremonia fue encabezada por Clara Brugada Molina, presidente de la Ciudad de México, quien subrayó la importancia de mantener viva una tradición que trasciende el tiempo.
Desde la Puerta de los Leones, junto al Paseo de la Reforma, Brugada Molina señaló que el Día de Muertos representa una herencia espiritual que une al pueblo mexicano. Aseguró que esta festividad simboliza la continuidad entre la vida y la muerte, una expresión que habita en cada flor de cempasúchil.
El desfile se convirtió en una expresión colectiva donde miles de artistas, músicos y familias se congregaron. Visitantes nacionales y extranjeros llenaron las calles para admirar carros alegóricos, catrinas monumentales y comparsas multicolores que rindieron tributo a personajes emblemáticos.
Tradición y memoria viva
El recorrido de 8.7 kilómetros evocó momentos esenciales de la historia mexicana. Entre los homenajes se recordaron figuras como Carlos Monsiváis, Paquita la del Barrio, Tongolele y Rockdrigo González, íconos que dejaron huella en la cultura popular y siguen inspirando a nuevas generaciones.
El evento también recordó la fundación de la Gran México-Tenochtitlán, ocurrida hace 700 años, y el sismo de 1985, símbolo de resiliencia ciudadana. Las comparsas y colectivos plasmaron en sus obras la historia, la memoria y la fuerza del pueblo capitalino.
Brugada Molina resaltó que el Desfile de Día de Muertos no es solo un espectáculo, sino una manifestación de identidad nacional. “Cada carro alegórico, cada danza, cada canción refleja el espíritu solidario y creativo de nuestra ciudad”, afirmó ante miles de asistentes.
Cultura que une comunidades
Más de ocho mil participantes integraron el desfile, provenientes de colectivos artísticos, comunidades culturales y centros educativos. En la edición 2025 se incluyeron más de 50 comparsas, batucadas, carnavales y contingentes de diferentes estados del país.
Instituciones como la Red de Fábricas de Artes y Oficios (Faros), los programas culturales de Pilares y las Utopías participaron activamente. Estos espacios han impulsado la formación artística de jóvenes, artesanos y maestros que promueven la cultura como herramienta de transformación social.
“En cada obra están las manos de nuestras artesanas, de los cartoneros, de los talleres comunitarios”, expresó Brugada Molina. Agradeció el esfuerzo colectivo que convirtió al desfile en una experiencia inclusiva, donde la creatividad popular construyó un puente entre el pasado y el presente.
Celebración con identidad mexicana
El desfile arrancó puntualmente a las 14:00 horas con el carro alegórico “Corazón de Tenochtitlan: 700 años”, creado por el taller El Volador. Dos serpientes emplumadas, un águila sobre el nopal y el Huey Teocalli simbolizaron la raíz prehispánica de la Ciudad de México.
Niños, jóvenes y adultos acompañaron el paso de las comparsas entre aplausos, música y color. Turistas de distintos países fotografiaron cada escena, llevándose una muestra del amor que los mexicanos profesan por sus tradiciones y por sus muertos.
El recorrido estuvo dividido en nueve bloques temáticos: 700 años, El último viaje, Faros, De México para el mundo, Comunitaria, Utopías, Tradición y renovación, La gran Ciudad de México y el bloque del Injuve, todos unidos por un mensaje de orgullo y memoria. –sn–
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Claudia Sheinbaum dedica Día de Muertos a mujeres indígenas
La celebración honra a las ancestras del país y las raíces originarias mexicanas.
Por Paola Ramírez | Reportera
Desde Palacio Nacional, la presidente Claudia Sheinbaum Pardo informó que este año la celebración del Día de Muertos esta dedicada a las mujeres indígenas del país, consideradas las antepasados de México. La mandataria resaltó el valor espiritual y cultural de esta tradición nacional.
“Este año lo dedicamos a las ancestros de México: las mujeres indígenas de nuestro país. En este año de la Mujer Indígena celebramos el Día de Muertos a todas nuestras ancestras”, expresó en un mensaje difundido en sus redes sociales.
https://www.youtube.com/watch?si=u1R8CX1abPOMMbci&v=EEW8fhEXjG0&feature=youtu.be
La ceremonia tuvo lugar en el recinto histórico, donde la jefa del Ejecutivo federal presentó la ofrenda monumental elaborada con el apoyo de la Secretaría de Cultura y el Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI), instituciones encargadas de preservar las tradiciones mexicanas.
Tradición viva en Palacio Nacional
Sheinbaum explicó que el altar colocado en Palacio Nacional representó la unión entre las culturas ancestrales y la modernidad del México actual. La ofrenda incluyó flores de cempasúchil, velas, maíz, copal y retratos de mujeres indígenas emblemáticas.
“Es esta hermosísima tradición del pueblo de México de celebrar de una manera distinta a nuestros muertos, que vienen a visitarnos en este Día de Muertos. Los recordamos y los consentimos con sus alimentos favoritos”, indicó.
La presidente recordó que esta festividad posee una visión única sobre la muerte, proveniente de los pueblos originarios, en contraste con otras culturas donde la muerte simboliza separación definitiva. –sn–
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💀🌼 Con color, respeto y tradición, la USEBEQ celebró el Concurso de Altares de Muertos 2025, un espacio para honrar a nuestros seres queridos y fortalecer nuestras raíces mexicanas.
🏆 ¡Felicidades a los equipos ganadores por su creatividad y amor a nuestras costumbres!
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https://amanecerqro.com/usebeq-celebra-el-dia-de-muertos-con-creatividad-y-tradicion/

La USEBEQ realizó su tradicional concurso de Altares de Muertos 2025 para fortalecer la identidad cultural entre su personal. La coordinadora Irene Quintanar destacó la importancia de preservar las tradiciones que honran a nuestros difuntos.
Megaofrenda UNAM 2025 celebra diversidad y migración
La UNAM dedicó su Megaofrenda 2025 a personas migrantes y refugiadas. Homenaje a la diversidad.
Por Gabriela Díaz | Reportera
La Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) inauguró el 28º Festival Universitario de Día de Muertos. Megaofrenda UNAM 2025, dedicado a las personas migrantes, refugiadas y desplazadas, como un reconocimiento a su aporte cultural e histórico.
Durante el acto inaugural, el rector Leonardo Lomelí Vanegas afirmó que la cultura mexicana se fortaleció gracias a su capacidad de integrar migraciones y exilios a lo largo de los siglos. Sostuvo que el vínculo con otras regiones del mundo ha sido clave para su diversidad.
El rector subrayó que solo el miedo a lo desconocido conduce a rechazar la migración, un fenómeno que fortaleció naciones y permitió el avance del conocimiento. Por ello, insistió en el respeto y la integración de quienes buscan refugio en otros países.
Migración y resiliencia universitaria
En la explanada de Universum, Museo de las Ciencias, Lomelí Vanegas estuvo acompañado por Giovanni Lepri, representante de ACNUR México; María Soledad Funes Argüello, coordinadora de la Investigación Científica; y Mauricio de Jesús Juárez Servín, director de la Facultad de Artes y Diseño (FAD).
Durante su intervención, el rector afirmó que la UNAM se ha engrandecido por acoger exilios que la enriquecieron académica y culturalmente. Por ello, explicó, el festival se dedicó a quienes migraron o fueron desplazados de sus lugares de origen.
Agregó que el arte y la memoria colectiva se entrelazaron en esta edición para rendir homenaje a quienes transformaron su dolor en esperanza, fortaleciendo la identidad universitaria.
Tradición y comunidad
El secretario de Servicio y Atención a la Comunidad Universitaria, Fernando Macedo Chagolla, recordó que el festival surgió como una iniciativa cultural y artística que hoy se consolidó como una de las expresiones más representativas de la UNAM.
Por su parte, María Soledad Funes Argüello señaló que todos, en algún momento, hemos experimentado exilio o desplazamiento, y que el arte permite encontrar espacios donde convergen las comunidades y se reconstruyen identidades compartidas.
A su vez, Mauricio de Jesús Juárez Servín indicó que la conmemoración impulsó la creatividad y la preservación de tradiciones, fortaleciendo el sentido de pertenencia y comunidad universitaria. –sn–
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