Al no seguir las sociedades líneas ascendentes, los cambios que en ellas se dan con frecuencia distan de poder calificarse de evolución. Tampoco son pendulares. Ni cíclicas. No es tan fácil. Oscilantes, variables, me gusta decir a mí.
Las plataformas VOD han asentado una tendencia que ya se intuía de antes: una manera de representar la carnalidad mojigata, incluso digna de beaterio en según qué casos.
Mientras que en la calle las mujeres reconquistaban sus cuerpos, su placer, en las pantallas eso tenía lugar con elipsis y recato, antes que con explicitud. Los personajes con libertad sexual, mostrando sus modos de vivirla (amantes, desnudos, parafilias...) se desplazaron al indie y el miedo a la censura (a recaudar menos por ser calificadas +18) triunfó.
Por eso me interesó Babygirl, película que lame del sudor de cierto cine noventas.
Rejin da un salto, a pies juntillas, incorporando a su peli las lecciones contemporáneas con excesiva contención. De nuevo, con recelo a mostrar chochos y pichas (u otras genitalidades), como si los cuerpos tuviesen que ocultarse con telas, medidísimos planos o, el remate, postizos.
Romy es una mandamás con el deseo de ser sumisa, un planteamiento ardiente que solo da candor. Y, Samuel, que es mejor cuanto más opacas sus intenciones, queda desaprovechado y, con o sin perro, acaba retratándose como un niño grande. Kidman y Banderas, un matrimonio que antes del 2010 hubiese tenido un pase, hacen lo que pueden con un guion flácido, pese a los matices al plasmas el deseo que se denotan con los problemas de adquirir roles sexuales sin normas consensuadas.
Se tocan palos correctamente. Es el problema. Verhoeven lo hizo mucho mejor en Benedetta, y la de la monja ya tenía un regusto viejuno...
Babygirl parece un sucedáneo de algo que hay encerrado en Babygirl. Piel. Falta carne y sobran cuerpos.
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