Las flores del recuerdo

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El amanecer del 1 de noviembre llegó con olor a pan dulce y cempasúchil. En la casa de los Ramírez, la abuela Aurora ya estaba preparando el altar. Sobre la mesa colocaba con cuidado las veladoras, el mantel bordado y las fotos de los que ya habían partido. Mientras tanto, Valeria, su nieta de nueve años, miraba desde la puerta, con los brazos cruzados y el ceño fruncido.

—Ven, mi amor —le dijo su abuela con ternura—, ayúdame a poner las flores.
—No quiero, abuela —respondió Valeria bajito—. No quiero poner nada.

Aurora suspiró. No insistió, solo siguió acomodando los objetos con calma. Sabía que el corazón de su nieta aún estaba lleno de ese silencio pesado que deja la ausencia. Había pasado casi un año desde que su padre, Daniel, murió en un accidente en carretera, y desde entonces Valeria había cambiado. Ya no dibujaba soles con caras felices ni cantaba por las tardes; apenas si hablaba de él.

Esa mañana, en la escuela, la maestra anunció que cada grupo haría su propia ofrenda.
—Queremos recordar a alguien que haya sido importante para nosotros —dijo—. Puede ser un familiar, un amigo o incluso una mascota.
Cuando llegó el turno de Valeria, bajó la cabeza.
—No quiero hacerlo, maestra. No quiero acordarme —susurró.

Los demás niños intercambiaron miradas. Algunos entendían; otros, no tanto. Pero la maestra no insistió. Solo le sonrió y le dijo:
—Está bien, Valeria. Si cambias de opinión, aquí estaremos.

Esa tarde, al llegar a casa, Valeria encontró a su abuela moliendo chocolate en el metate. El olor la envolvió. Sobre la mesa estaban los platos favoritos de su papá: tamales de elote, café de olla y una pequeña botella de tequila.
—¿Por qué haces todo eso si ya no está? —preguntó la niña, casi molesta.
Aurora levantó la vista y le respondió con una dulzura firme:
—Porque sí está, solo que de otra forma.

Valeria se quedó callada. Su abuela le hizo una seña para que se acercara.
—Mira, hija, la muerte no borra el amor. Solo cambia la manera de sentirlo.
—Pero me duele cuando pienso en él.
—Y está bien que duela —dijo Aurora acariciándole el cabello—. El dolor es el eco del amor que todavía vive. Pero cuando lo recordamos con cariño, el dolor se vuelve luz.
La niña la miró con lágrimas contenidas.
—¿Y si me olvido de cómo era su voz?
—Entonces la volveremos a inventar juntas —respondió su abuela—. El corazón también sabe recordar.

Esa noche, mientras ayudaba a su abuela a colocar las flores, Valeria tomó una de las fotos de su papá. Era una donde ambos reían, llenos de harina, después de intentar hacer un pastel.
—¿Puedo poner esta? —preguntó tímidamente.
—Claro, hija —dijo la abuela, sonriendo con los ojos húmedos—. Es perfecta.

Cuando terminaron, encendieron las velas y el altar brilló como si respirara. Las flores parecían arder de color, y el aire se llenó del aroma dulce del pan y el cacao. Valeria se sentó frente a la foto, sin decir nada. Solo la miraba.
De pronto, un soplo de viento cruzó la habitación. Una de las velas titiló, y por un instante, Valeria juró escuchar la voz de su papá:
—Hola, chaparrita. Qué bonito te quedó el altar.

Se asustó un poco, pero luego sonrió. Sintió calor en el pecho, no de tristeza, sino de presencia.
—Te extraño, papi —susurró—, pero hoy no me duele tanto.

Al día siguiente, llevó a la escuela una flor de cempasúchil. Cuando la maestra le preguntó si quería poner algo en la ofrenda del grupo, Valeria asintió.
—Esta flor es para mi papá —dijo con voz firme—. No está aquí, pero sigue conmigo.
Los niños guardaron silencio. Algunos sonrieron, otros se conmovieron. Y Valeria, por primera vez en muchos meses, sintió que podía respirar sin ese nudo en la garganta.

Por la noche, su abuela la encontró dibujando. En la hoja, había un altar lleno de flores, una vela encendida y una figura sonriente con un sombrero de papel.
—¿Es tu papá? —preguntó Aurora.
—Sí, y le puse alas. Porque creo que me cuida desde arriba.
—Claro que sí, mi amor. Los que amamos nunca se van del todo. Solo aprenden a quedarse de otra forma.

Valeria abrazó a su abuela y cerró los ojos. Afuera, el aire olía a cempasúchil y esperanza. Las velas del altar seguían encendidas, como si alumbraran el camino entre los dos mundos.
Esa noche, Valeria soñó con su papá. Estaban en un campo lleno de flores naranjas, y él la tomaba de la mano.
—Ya no llores, chaparrita —le dijo—. Cada vez que rías, cada vez que sueñes, ahí voy a estar.

Al despertar, el sol entraba por la ventana, dorado y tibio. Valeria sonrió y susurró al aire:
—Buenos días, papi.

Enseñanza final:
Recordar a quienes ya no están es una forma de mantenerlos vivos. El amor nunca se apaga, solo cambia de forma.

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