Relato «El último boricua»
Qué hermoso punto de partida: breve, lleno de resonancia emocional e histórica. El relato tiene una densidad simbólica fuerte —las dos banderas, el 19 de noviembre, la voz del abuelo y el eco del desarraigo en Orlando. A partir de ese fragmento, podría desarrollarse una historia que entrelace las memorias generacionales, el bilingüismo impuesto, y la soledad identitaria del migrante contemporáneo.
Aquí tienes una versión extendida que conserva el tono íntimo y poético, pero le da desarrollo narrativo, ritmo y cierre emocional:
El último boricua
Arturo guarda dos banderas en un cajón: la de la estrella solitaria y la de las franjas. Las dobla con cuidado, como si fuesen retratos de familia. Cada 19 de noviembre, mientras acomoda la mesa y prepara arroz con gandules, recuerda a su abuelo contándole la historia de aquel “descubrimiento” que no descubrió nada.
Ahora, él repite el ritual con su hijo, en un apartamento iluminado por el sol de Florida. Intenta explicarle por qué su país es un concepto atrapado entre dos aguas: una que lo arrastra hacia el norte con la promesa de un futuro estable, y otra que lo llama con la marea de la nostalgia.
Su hijo lo escucha sin entender del todo. Solo habla inglés, y cuando Arturo le dice “tu abuelo era jíbaro de Utuado”, el niño pregunta:
“Dad, are we American or what?”
Arturo se queda en silencio. Mira las dos banderas sobre la mesa, una apoyada sobre la otra como si acabaran de rendirse mutuamente. No sabe qué responderle.
Esa noche, cuando todos duermen, abre el cajón y extiende las telas sobre la cama. Las observa largo rato, bajo la luz fría del televisor, y siente que es el último hombre de una línea que termina con él. Afuera, el viento arrastra hojas de palma artificiales del complejo residencial. Dentro, en su pecho, aún sopla el huracán del idioma, del recuerdo y del pertenecer.






