Los tendederos (reimaginado)

En una casa enlutada durante la guerra, Alejandrina observa cómo las ropas de su difunto patrón cobran vida propia en el tendedero. Cuando el saco comienza a volar entre las cuerdas, persiguiendo un vestido rosado del orfanato de enfrente, la frontera entre lo real y lo inexplicable se desdibuja en una danza macabra y lasciva.

Un cuento que explora el duelo, los secretos familiares y esas fuerzas misteriosas que habitan en los objetos de los que ya no están.

Los tendederos ocupa un lugar especial en mi corazón. En su momento, recibió comentarios maravillosos e incluso fue traducido al portugués por una lectora. Pero tenía que reescribirlo con el objetivo de clarificar la acción sin perder la magia.

Espero que disfruten de esta nueva versión. A. F.

Los tendederos (reescrito, 2025)

Las luces de la casa se apagaron. Los cortinados se corrieron. La señora se vistió de negro. Maca, la señorita, también. Los rayos de sol a veces nos recordaban que había vida afuera y delataban el polvo que yo no podía sacar de la casa, ese polvo que entraba por más que lo barriera una y mil veces, como si proviniera de los huesos triturados de nuestros soldados o de la tierra removida por las bombas. El polvo que se posaba con insistencia en los muebles y que anticipaba el regaño de la señora. Con Maca a mis espaldas, llamándome por un nombre inventado, María, porque el mío, Alejandrina, nunca me agradó, yo movía las cortinas, tapaba toda la luz, para que la casa quedara en la penumbra que el señor ya nunca vería.

Cubrí mi cabello con un pañuelo oscuro de tela barata. La señora con un sombrero adornado con una pluma negra. Ella tenía el cabello hermoso, pero desde que había comenzado la guerra no pudo mantener su estilo de vida.

Tal vez sea el verdadero motivo del negro, la razón del duelo. Las cosas que se pierden pero que se podrían volver a conseguir, no como la muerte que es irreversible sino como la buena vida, son las que más duelen. Lo sé porque yo conocí a un muchacho que pudo hacerme madre, pero desapareció mucho antes que el señor.

La señora no podía comprar la indumentaria que vio en el catálogo de la tienda de luto. Lo arrojó a un costado para que yo lo desechara. Para el velatorio le teñí las manos con cera negra para zapatos. Todavía no se le fueron las manchas.

Me pasé una tarde limpiando el armario del señor. Trajes, camisas con mangas y cuellos amarillentos. La señora ordenó lavar algunos para donarlos. El señor tenía su armario cerrado bajo llave y no permitía que lo abriera. Dejaba las ropas que necesitaban lavarse sobre su cama. Pero yo sabía dónde escondía la llave, así que le pedí permiso a la señora para abrirlo.

Encontré la indumentaria habitual del señor, pero también vestidos. Sabía que el señor había tenido otra hija de un matrimonio anterior, pero no me imaginaba lo hermosa que había sido. Clavado en el fondo del armario, tras la ropa, había un dibujo a mano alzada de la señorita. Tal vez sea injusto decirlo, pero era más hermosa que Maca. O como una Maca adolescente, embellecida, en la flor de la edad. En el dibujo no hay signos de la pulmonía que se la llevaría.

La señora no se sorprendió cuando le dije que había ropa de una mujer en el armario. Ordenó que la donara a la dueña del orfanato de niñas de enfrente.

Quería deshacerme primero de esos vestidos, así que dejé el lavado de la ropa del señor para después y me dirigí al orfanato. La patrona los recibió con un susurro de agradecimiento.

Al otro día, colgué la ropa lavada del señor. Maca me miraba con esas avellanas negras que tiene de ojos. No entiende qué le pasó a su padre. Quería saber si el viaje duraría más que los otros. Le contesté que sería el más largo de todos. Después encontró un pájaro muerto y me lo trajo como si fuera un perro. Me clavó la mirada. Fue a enterrarlo.

Anocheció y, ante los primeros truenos, bajé por la ropa, con el estruendo en los oídos y ese olor a tierra mojada que traía el viento. El aire corría rápido. Las copas de los árboles se bamboleaban. Las ropas se mecían. El saco del señor mucho. Demasiado.

Entreví que en el orfanato la empleada había lavado los vestidos donados. Estaban colgados en el tendedero y me llamaba la atención el rosado, tal vez porque todo lo demás era gris. Además era el más lindo. Resonó un trueno.

Me metí en la triple fila de cuerdas del tendedero de la casa de la señora. La primera estaba casi pegada a la pared; la tercera, a un paso de la calle. Entonces noté un cambio llamativo.

El saco del señor se había deslizado dos metros del lugar donde lo había colgado en la primera cuerda. Me pareció raro pero no imposible. Tenía que acomodarme el pañuelo a cada rato porque el viento se lo quería llevar. En la vereda de enfrente los vestidos, algunos pertenecientes a las niñas del orfanato, se balanceaban, ladeaban y contorneaban, como si recordaran las fiestas de antes.

Di vuelta la cabeza y algo oscuro, como un abejorro enorme, me sobrepasó.

El saco del señor ya no estaba en el mismo lugar. Se había pasado de la primera cuerda hasta la tercera, la del lado de la calle.

Me acerqué para ponerle broches pensando que había sido el viento. Pero me tuve que correr porque el saco voló otra vez y volvió adonde lo había colgado. Los vestidos del tendedero de enfrente se bamboleaban con un frenesí que no parecía ser consecuencia del viento que soplaba cada vez más fuerte.

Entonces el saco del señor volvió a volar. Se posó en la segunda cuerda, luego pasó a la tercera y desde ahí, como impulsado por el estallido de otro trueno, cruzó la calle. Quedó colgando en el tendedero del orfanato, cerca de los vestidos de las niñas.

El tendedero de enfrente tiene dos cuerdas. Una del lado del edificio, donde se mecía el vestido rosado, y otra del lado de la calle, donde quedó colgado el saco del señor. Vi cómo el vestido rosado se desprendía y volaba hasta ubicarse al lado del saco del señor. Luego volvió a su lugar en la cuerda de atrás, y el saco del señor voló hasta ubicarse a su lado.

Entonces, el vestido flotó otra vez hacia la cuerda del lado de la calle, como tratando de escaparse del saco del señor. Una ráfaga de viento llevó el saco del señor hasta que se posicionó al lado del vestido. Los otros vestidos que donamos volaron de cuerda en cuerda, como si el tendedero fuera un gallinero alborotado por un gallo en celo. Confundidos, volvieron a alinearse al lado del saco del señor. Y se deslizaban hacia los palos donde estaban atadas las cuerdas, como si el terreno se hubiera inclinado para un lado y luego para el otro. El vestido rosado seguía al lado del saco del señor. Creo que imaginé que las mangas del saco se estiraban para tocarlo.

Algo me acarició el brazo. A mi lado, en el tendedero, la mejor corbata del señor era tirada de la punta por la mano del viento, por lo menos eso supuse. Tensa, como si la tela envolviera un alambre que la convertía en una flecha pronta a lanzarse.

La corbata salió disparada justo cuando una motocicleta pasaba por la calle. Le habrá tapado la visión al motociclista porque el vehículo derrapó y quedó tirado en el suelo. Por instinto me di vuelta.

Vi a Maca en la ventana de su dormitorio, observando todo desde el primer piso. La cortina de su habitación también se movía, como si el viento se hubiera metido. Ella la sujetaba fuerte; me pareció que si no, la cortina estaría volando por la habitación o se hubiera cerrado sola para impedir que la niña mirara.

El motociclista llevaba a una mujer atrás. Ambos salieron despedidos por el impacto. Me acerqué a los cuerpos tendidos. Tenía que avisar a la señora para que llamara a la ambulancia. Observé los ojos clavados en el cielo de las víctimas. Comenzó a llover. Algo, un pensamiento intruso, me llevó hasta el orfanato, hasta las cuerdas del tendedero.

Acaricié una de las mangas del saco del señor, ahora quieto, como si la lluvia hubiese amainado el viento o el ímpetu que hacía volar a ese pedazo de tela vieja.

Maca seguía mirando con su mano aferrando la cortina. Parecía más alta, casi una joven. Era como si sus facciones se hubieran vuelto más angulosas. Me recordaban a las de la señorita del dibujo. Y el vestido rosado que las resaltaba.

Algunas de las niñas del orfanato también lo habían visto todo desde sus ventanas. Como si el ejército estuviera pasando por la puerta.

Volví a acercarme a los cuerpos sin vida. Entonces, el saco del señor me rozó la espalda y cruzó la calle para volver a la primera cuerda, la del lado de la casa, donde yo lo había colgado. Enfrente, los vestidos donados al orfanato también se apaciguaron y retornaron a sus lugares.

Todo quedó listo, alineado, sólo me quedaba avisar a la señora para que llamara a la ambulancia y vinieran a recoger los cuerpos. La lluvia lavaba la sangre, como si los muertos estuvieran preparándose para despertar del sueño eterno. Los párpados de la mujer pestañearon. Me clavó la mirada por un segundo.

Se me cruzaron otras miradas, la distante de Maca, la soñadora de la señorita, la contenida del señor, pero entonces las chicas del orfanato gritaron al unísono, ya estaban trastornadas, ver todo ese vuelo de ropa y el accidente las habría alterado, y el ojo de la mujer volvió a quedar fijo en el cielo, duro y opaco, como las rocas que suelo encontrar en la playa.

Son las que puse en los bolsillos del saco del señor para mantenerlo quieto. Jamás encontré su corbata.

El saco cuelga ahora, junto a su sombrero, en el armario cerrado con llave y con un candado que yo agregué.
De vez en cuando, veo a una de las niñas del orfanato, tal vez la mayor, pasearse con el vestido rosado. Mira hacia nuestra casa. Debe pensar que nos debe algo.

por Adrián Fares

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🐾 ■ Este animal vivía en los Pirineos, se extinguió dos veces y su fantasma aún siembra preguntas incómodas ■ En el año 2000 fue declarado extinto oficialmente.
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