Reflejos – Ejercicio de casa Semana 3 del Taller de Escritura Creativa Librería Luces 2025/2026

Esta semana en el ejercicio para casa, debíamos tratar de escribir un relato cotidiano introduciendo temas filosóficos o reflexivos. Nuestra inspiración debía ser Clarice Lispector. La verdad es que no lo he conseguido, pero es que tampoco me esforcé mucho. Al final lleve el relato un poco a mi terreno y escribí un relato tirando un poco al terror psicológico. Aunque aún así creo que dejo el mensaje de que no siempre los padres cuidan a sus hijos como deberían y la importancia de los recuerdos (los que siempre vienen a nuestra cabeza y los más olvidados). […]

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X Umbrales – Capítulo 4: El cuaderno rojo.

Enzo, esta mañana te levantaste con la remera pegada a la espalda y fuiste hasta la heladera a tomar agua fría de la botella. Cuando cerraste la puerta de la heladera te diste cuenta de que el silencio era demasiado grande. Pensaste que todo el mundo en la isla seguía durmiendo. Te llevaste las manos a las orejas. Te habías olvidado de ponerte las prótesis auditivas, algo que no te pasa casi nunca. Así que volviste a tu cuarto y te las pusiste.

No fue tanta la diferencia, el canto de algunos pájaros desconocidos, el murmullo lejano del agua. Hasta abriste la puerta para ver si escuchabas algo, pero estaba todo muy tranquilo.

Luego, mientras le dabas unos golpes a la cafetera para que empezara a gotear, pensaste en qué hacer. El café estaba tibio, dejaste la taza por la mitad y fuiste a buscar una escoba. Saliste a la galería y barriste el polvo y las hojas secas de los tablones de madera. Pasaste las cerdas de la escoba por los ángulos de las columnas para sacar las telarañas.

Cruzaste el interior de la casa y bajaste por la escalera trasera al fondo. Probaste las llaves hasta dar con la que abría el cuarto de herramientas. Había más sillas de plástico blancas apiladas que otra cosa, pero encontraste un machete.

Cortaste los yuyos altos que estaban pegados a los pilotes de la casa. Recordaste que Ignacio, hace muchos años, te habló de problemas con las termitas. Te metiste bajo la casa, pero no viste rastros del polvillo que dejan esos bichos. Por un momento, sentiste como si alguien estuviera a tus espaldas, pero no te diste vuelta. Subiste a la casa y caminaste de un lado a otro. Luego te comiste, de pie al lado de la mesa, el sándwich de jamón y queso que habías traído desde tu departamento en un tupper. El pan lactal estaba seco en los bordes y gomoso.

No querías cocinar nada. Sook-jae era gastronómica y se dedicaba a preparar viandas veganas que eran riquísimas, incluso para vos que no sos vegano. Pero había mucha competencia y tenía poco trabajo.

Y vos con lo de la película fallida ni tenías trabajo, por eso estaban siempre juntos. Cuando se fue, alguien te dijo que era una relación tóxica. Me decís que ojalá todas las relaciones fueran tóxicas así. ¿Te referís a que preferís eso a no verse nunca?

Te tiraste en el sofá y te quedaste dormido. Un golpe a la puerta te despertó. Se notaba que debían estar llamando desde antes. Abriste y había una mujer gorda.

Le calculaste unos setenta años, el pelo sin teñir, con las canas reluciendo al sol. La saludaste y te preguntó cuánto hacía que estabas en la casa. Le dijiste que tres días. Te preguntó si el tiempo pasaba más rápido en la isla o más lento. Le dijiste que pasaba rápido, que parecía que recién habías llegado. Asintió con la cabeza. Y te mostró una bolsa de plástico que traía. «Es su comida», te dijo. «¿De quién?», le preguntaste. «La de ella», agregó. «¿Quién es ella?», le dijiste. Sonrió y agitó la cabeza, como si fueras un nene travieso.

No te quedó otra que aceptar la bolsa. La mujer te dio un beso en la mejilla y te susurró al oído: «Chau, Guardián». Después se fue. No le preguntaste el nombre. Ibas a preguntarle cómo se llama mientras se alejaba, pero la curiosidad por saber qué tensaba la bolsa fue más grande.

Sacaste la bandeja y los cubiertos de plástico, y los dejaste en la mesa. El olor a ajo y salsa de soja se metió en tus narices como un mosquito. Despegaste el film de la bandeja y viste los compartimentos: arroz blanco en uno, kimchi en otro, tiras de tofu frito en el tercero. Te quedaste mirando la bandeja abierta como si fuera la boca de un pez abisal.

No lo podías creer. Un dosirak. Sook-jae los preparaba siempre y los comían en el parque de la Facultad de Agronomía, sentados bajo los árboles.

Aunque la vida te familiarizó, como a todos, decís, con estas coincidencias nefastas, sentiste que tu cuerpo se desinflaba. Inhalaste rápido y largaste todo el aire que pudiste, como si la mesa se hubiera prendido fuego y quisieras apagarlo.

Devolviste la vianda a la bolsa. De arriba de la heladera agarraste la caja de pastelería, con esa mano que parecía momificada adentro, y lograste meterla también, aunque apenas entraba. Saliste tan rápido que casi te resbalas en uno de los tablones de la escalera.

En el muelle, tiraste la bolsa al río. Quedó enganchada en un camalote hasta que la corriente la empujó. Observaste cómo el agua se la llevaba.

Volviste a la casa y la necesidad de no quedarte adentro fue imperiosa. Te pusiste la campera de jean, agarraste las llaves. Recién te diste cuenta de que estabas caminando fuera de la casa a los cincuenta metros.

Encontraste el almacén que había aparecido en tu memoria. Si no lo encontrabas ibas a tener que desamarrar la lancha y cruzar el río. Ignacio te había enseñado a usarla, como si previera lo que iba a pasar. Pero no hizo falta.

En la puerta del almacén había un hombre durmiendo en una silla de jardín. Te acercaste y notaste que debía andar por los sesenta largos y que tenía una cicatriz en zigzag en una mejilla. Dijiste «hola» como tres veces. Pero no se inmutó. Parecía estar soñando porque los ojos se movían frenéticamente detrás de los párpados.

Salió una señora y negó con la cabeza. Te preguntó qué necesitabas. Ni entraste en el almacén. Señalaste bananas, naranjas y manzanas.

A la vuelta, sorpresa, Enzo. Otra más.

Había pequeños cambios en la casa. La puerta de la heladera estaba entreabierta. Y habían arrancado un pedazo grande del queso fresco que trajiste de la ciudad. En el baño, la tapa del inodoro estaba bajada (vos nunca la bajabas, Sook-jae te lo recriminaba). Y por un momento te pareció escuchar ese sonido grave, como si alguien intentara gritar con una mano que le tapaba la boca.

Te sacaste las prótesis auditivas. El sonido desapareció. Al ponértelas otra vez, volvió. Te hizo pensar que debés estar más sordo. Pero no era un momento adecuado para reparar en eso. Seguiste el sonido.

Fuiste por el pasillo largo a la habitación cerrada. Acercaste la cabeza al teclado numérico de acceso, pero la fuente del sonido te pareció más lejana. No provenía de ese lugar.

Entonces pensaste que no habías entrado a la habitación de Martín. Abriste la puerta como si diera al pasadizo de una pirámide. Sobre la cama viste juguetes de superhéroes de animé, juegos de mesa apilados, peluches raídos. Todo estaba amontonado como si quisieran convertir la cama en otra cosa. Hasta levantaste un muñeco de pelo rojo en punta que estaba en el piso y lo pusiste junto a los otros. Te acercaste a un ropero bajo, pero claramente el sonido no venía de ahí.

Fuiste al dormitorio de tus amigos. La cama estaba hecha. Solo había un poco de polvo sobre el edredón blanco. Lo demás impecable. A la izquierda de la ventana que da al fondo, viste una biblioteca de madera con estantes hasta el techo. A tu altura había varios libros de nombres para bebés, novelas de escritores rusos (recordaste que Ignacio admiraba a Tolstói) y autoediciones de autores argentinos que no conocías. La mayoría eran libros de poesía con títulos simples: Las hojas, El arroyo, Los sauces, La corriente.

Te agachaste y notaste que los estantes de abajo estaban repletos de libros sobre cómo hacer velas. Ignacio y Valeria son psicólogos. No recordabas que a ninguno de los dos se le diera por dedicar su tiempo libre a eso.

Ya en puntas de pies, trataste de ver qué libros había arriba de todo. Eran más altos. Parecían de decoración o de arquitectura. Al subirte a la escalera plegable descubriste que esos solo apretaban, como pisapapeles, a libros más antiguos y voluminosos.

Uno de esos libros tenía un triángulo dorado en el lomo, con rayos que salían del centro. Lo sacaste y viste que en la tapa decía Amanecer Dorado: o la luz del gran futuro. Otro tenía el símbolo de una luna llena entre dos lunas crecientes. En la tapa estaba escrito El libro de las sombras. El lomo de otro decía AMORC. Lo moviste y viste que el título era Manual de la Hermandad Blanca Rosacruz. Había uno también titulado Los esenios. Hijos de la luz.

Agarraste otro con el lomo totalmente negro. Ordo Templi Orientis, decía la tapa. En la primera página, una foto de un hombre pelado con mirada penetrante y el dedo índice clavado en la mejilla, como si estuviera pensando en algo importante. «Aleister Crowley», decía abajo. Otro, más gastado, era Isis sin velo de H. P. Blavatsky.

Había varios muy chiquitos de Editorial Kier, que conocés porque tiene una librería sobre avenida Santa Fe, cerca de donde vivís. Una vez entraste a buscar libros de leyendas guaraníes para un guion.

Y así había más libros con combinaciones de siglas raras que ni moviste, porque te llamó la atención un cuaderno rojo pequeño atrapado entre esas ediciones vetustas. Lo sacaste. La textura era áspera, de esos cuadernos escolares de tapa dura con nervaduras. En la tapa había una X grande dibujada con esmalte sintético blanco, cuyas puntas tenían gotones, como si la hubieran pintado con un pincel grueso. Al abrirlo, pareció caer algo de polvo blanco al suelo.

En la parte inferior de la primera página había un dibujo, en crayón, de una especie de oso con ojos más grandes que las orejas y una luna creciente sobre su cabeza. Los ojos grandes del oso eran espirales del mismo color naranja que el resto del dibujo. Y en la parte superior, escrita con perfecta letra cursiva redonda decía: Umbrales. En el medio había una cinta de tela blanca pegada por el doblez inferior, con los extremos superiores cortados en pico y caídos hacia los lados.

De repente, se te dio por mirar hacia la cama. No sabés por qué. Y al volver a mirarlo, el cuaderno se te escapó de las manos. La escalerita se balanceó y casi te caés. El cuaderno quedó abierto de par en par en el piso, con las tapas hacia arriba.

En cuclillas, lo diste vuelta y viste más dibujos torpes en crayón con animales de varios colores: jirafas, leones, tiburones. Algunos animales, un gato, un perro, tenían las patas retorcidas. Todos tenían X por ojos. Alrededor de los dibujos el cuaderno estaba lleno de anotaciones con la caligrafía redonda en cursiva y otras con la letra ganchuda de Ignacio. Leíste frases que no quisiste, o no pudiste, retener.

Casi al final, diste con un dibujo hecho con palitos. Un redondel de cabeza, un triángulo de vestido, dos brazos con manos de tres líneas, como rayos, y dos líneas paralelas de piernas. La cabeza contenía una raya de boca y de ojos… dos X.

Como para escapar, volviste a la primera página y te pareció que el moño blanco era un lazo de luto invertido. Te diste cuenta de que hacía rato que no escuchabas el sonido grave que te había guiado a ese dormitorio. Entonces, al fijar la vista en los espirales, que eran la única variación en los ojos dibujados de ese cuaderno, te mareaste y te sentaste en el piso. Dejaste el cuaderno en la biblioteca, sobre los libros de hacer velas.

Cuando te levantaste, lo único que pudiste hacer fue salir a tomar aire.

Miraste el cielo desde la galería, con los codos en la baranda. Hacía rato que no veías tantas estrellas. No pudiste evitar volver a pensar en Sook-jae. «Las estrellas las vemos todos», decís. Pensaste si ella también las estaría viendo, como vos. Eso te hizo darte cuenta de lo inefable de la distancia. Y en ese momento las estrellas brillaron menos. Todas parecían moños blancos pinchados en el cielo con chinchetas. En cualquier momento se iban a caer uno por uno a la Tierra.

Te pareció escuchar sonidos que antes no escuchabas. Te diste vuelta y viste una polilla grande atrapada dentro de la lámpara de arriba de la puerta. Discernías el golpe sordo, repetido cada vez que el insecto chocaba contra la tulipa. Recordaste un libro de Steinbeck, donde dice que cada persona tiene su canción familiar. Esa debía ser la canción familiar de la polilla, pensaste, otra no le quedaba. Apagaste la luz de la galería.

Decidiste escribirme, decís, porque necesitabas volcar todo esto en algún lugar para leerlo, como si después lo fueras a copiar en otro como hacías a veces con tus guiones para descubrir errores. Y antes de enviarlo me pedís perdón. No hace falta, Enzo, que me pidas perdón.

Pero no escapes. Aunque vos solo estás cuidando la casa, te dijeron «Guardián». ¿Por qué?

Cuando puedas, leé el cuaderno rojo. De a poco.

Son las 1:25 AM. Escribime cuando quieras.

por Adrián Fares

#adrianGastonFares #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #inteligenciaArtificial #misterio #novela #suspenso #terrorPsicológico #thriller

El Cuaderno Rojo – X: Umbrales – Cap. 4 [Versión Nueva]

Enzo, esta mañana te levantaste con la remera pegada a la espalda y fuiste hasta la heladera a tomar agua fría de la botella. Cuando cerraste la puerta de la heladera te diste cuenta de que el silencio era demasiado grande. Pensaste que todo el mundo en la isla seguía durmiendo. Te llevaste las manos a las orejas. Te habías olvidado de ponerte las prótesis auditivas, algo que no te pasa casi nunca. Así que volviste a tu cuarto y te las pusiste.

No fue tanta la diferencia, el canto de algunos pájaros desconocidos, el murmullo lejano del agua. Hasta abriste la puerta para ver si escuchabas algo, pero estaba todo muy tranquilo.

Luego, mientras le dabas unos golpes a la cafetera para que empezara a gotear, pensaste en qué hacer. El café estaba tibio, dejaste la taza por la mitad y fuiste a buscar una escoba. Saliste a la galería y barriste el polvo y las hojas secas de los tablones de madera. Pasaste las cerdas de la escoba por los ángulos de las columnas para sacar las telarañas.

Cruzaste el interior de la casa y bajaste por la escalera trasera al fondo. Probaste las llaves hasta dar con la que abría el cuarto de herramientas. Había más sillas de plástico blancas apiladas que otra cosa, pero encontraste un machete.

Cortaste los yuyos altos que estaban pegados a los pilotes de la casa. Recordaste que Ignacio, hace muchos años, te habló de problemas con las termitas. Te metiste bajo la casa, pero no viste rastros del polvillo que dejan esos bichos. Por un momento, sentiste como si alguien estuviera a tus espaldas, pero no te diste vuelta. Subiste a la casa y caminaste de un lado a otro. Luego te comiste, de pie al lado de la mesa, el sándwich de jamón y queso que habías traído desde tu departamento en un tupper. El pan lactal estaba seco en los bordes y gomoso.

No querías cocinar nada. Sook-jae era gastronómica y se dedicaba a preparar viandas veganas que eran riquísimas, incluso para vos que no sos vegano. Pero había mucha competencia y tenía poco trabajo.

Y vos con lo de la película fallida ni tenías trabajo, por eso estaban siempre juntos. Cuando se fue, alguien te dijo que era una relación tóxica. Me decís que ojalá todas las relaciones fueran tóxicas así. ¿Te referís a que preferís eso a no verse nunca?

Te tiraste en el sofá y te quedaste dormido. Un golpe a la puerta te despertó. Se notaba que debían estar llamando desde antes. Abriste y había una mujer gorda.

Le calculaste unos setenta años, el pelo sin teñir, con las canas reluciendo al sol. La saludaste y te preguntó cuánto hacía que estabas en la casa. Le dijiste que tres días. Te preguntó si el tiempo pasaba más rápido en la isla o más lento. Le dijiste que pasaba rápido, que parecía que recién habías llegado. Asintió con la cabeza. Y te mostró una bolsa de plástico que traía. «Es su comida», te dijo. «¿De quién?», le preguntaste. «La de ella», agregó. «¿Quién es ella?», le dijiste. Sonrió y agitó la cabeza, como si fueras un nene travieso.

No te quedó otra que aceptar la bolsa. La mujer te dio un beso en la mejilla y te susurró al oído: «Chau, Guardián». Después se fue. No le preguntaste el nombre. Ibas a preguntarle cómo se llama mientras se alejaba, pero la curiosidad por saber qué tensaba la bolsa fue más grande.

Sacaste la bandeja y los cubiertos de plástico, y los dejaste en la mesa. El olor a ajo y salsa de soja se metió en tus narices como un mosquito. Despegaste el film de la bandeja y viste los compartimentos: arroz blanco en uno, kimchi en otro, tiras de tofu frito en el tercero. Te quedaste mirando la bandeja abierta como si fuera la boca de un pez abisal.

No lo podías creer. Un dosirak. Sook-jae los preparaba siempre y los comían en el parque de la Facultad de Agronomía, sentados bajo los árboles.

Aunque la vida te familiarizó, como a todos, decís, con estas coincidencias nefastas, sentiste que tu cuerpo se desinflaba. Inhalaste rápido y largaste todo el aire que pudiste, como si la mesa se hubiera prendido fuego y quisieras apagarlo.

Devolviste la vianda a la bolsa. De arriba de la heladera agarraste la caja de pastelería, con esa mano que parecía momificada adentro, y lograste meterla también, aunque apenas entraba. Saliste tan rápido que casi te resbalas en uno de los tablones de la escalera.

En el muelle, tiraste la bolsa al río. Quedó enganchada en un camalote hasta que la corriente la empujó. Observaste cómo el agua se la llevaba.

Volviste a la casa y la necesidad de no quedarte adentro fue imperiosa. Te pusiste la campera de jean, agarraste las llaves. Recién te diste cuenta de que estabas caminando fuera de la casa a los cincuenta metros.

Encontraste el almacén que había aparecido en tu memoria. Si no lo encontrabas ibas a tener que desamarrar la lancha y cruzar el río. Ignacio te había enseñado a usarla, como si previera lo que iba a pasar. Pero no hizo falta.

En la puerta del almacén había un hombre durmiendo en una silla de jardín. Te acercaste y notaste que debía andar por los sesenta largos y que tenía una cicatriz en zigzag en una mejilla. Dijiste «hola» como tres veces. Pero no se inmutó. Parecía estar soñando porque los ojos se movían frenéticamente detrás de los párpados.

Salió una señora y negó con la cabeza. Te preguntó qué necesitabas. Ni entraste en el almacén. Señalaste bananas, naranjas y manzanas.

A la vuelta, sorpresa, Enzo. Otra más.

Había pequeños cambios en la casa. La puerta de la heladera estaba entreabierta. Y habían arrancado un pedazo grande del queso fresco que trajiste de la ciudad. En el baño, la tapa del inodoro estaba bajada (vos nunca la bajabas, Sook-jae te lo recriminaba). Y por un momento te pareció escuchar ese sonido grave, como si alguien intentara gritar con una mano que le tapaba la boca.

Te sacaste las prótesis auditivas. El sonido desapareció. Al ponértelas otra vez, volvió. Te hizo pensar que debés estar más sordo. Pero no era un momento adecuado para reparar en eso. Seguiste el sonido.

Fuiste por el pasillo largo a la habitación cerrada. Acercaste la cabeza al teclado numérico de acceso, pero la fuente del sonido te pareció más lejana. No provenía de ese lugar.

Entonces pensaste que no habías entrado a la habitación de Martín. Abriste la puerta como si diera al pasadizo de una pirámide. Sobre la cama viste juguetes de superhéroes de animé, juegos de mesa apilados, peluches raídos. Todo estaba amontonado como si quisieran convertir la cama en otra cosa. Hasta levantaste un muñeco de pelo rojo en punta que estaba en el piso y lo pusiste junto a los otros. Te acercaste a un ropero bajo, pero claramente el sonido no venía de ahí.

Fuiste al dormitorio de tus amigos. La cama estaba hecha. Solo había un poco de polvo sobre el edredón blanco. Lo demás impecable. A la izquierda de la ventana que da al fondo, viste una biblioteca de madera con estantes hasta el techo. A tu altura había varios libros de nombres para bebés, novelas de escritores rusos (recordaste que Ignacio admiraba a Tolstói) y autoediciones de autores argentinos que no conocías. La mayoría eran libros de poesía con títulos simples: Las hojas, El arroyo, Los sauces, La corriente.

Te agachaste y notaste que los estantes de abajo estaban repletos de libros sobre cómo hacer velas. Ignacio y Valeria son psicólogos. No recordabas que a ninguno de los dos se le diera por dedicar su tiempo libre a eso.

Ya en puntas de pies, trataste de ver qué libros había arriba de todo. Eran más altos. Parecían de decoración o de arquitectura. Al subirte a la escalera plegable descubriste que esos solo apretaban, como pisapapeles, a libros más antiguos y voluminosos.

Uno de esos libros tenía un triángulo dorado en el lomo, con rayos que salían del centro. Lo sacaste y viste que en la tapa decía Amanecer Dorado: o la luz del gran futuro. Otro tenía el símbolo de una luna llena entre dos lunas crecientes. En la tapa estaba escrito El libro de las sombras. El lomo de otro decía AMORC. Lo moviste y viste que el título era Manual de la Hermandad Blanca Rosacruz. Había uno también titulado Los esenios. Hijos de la luz.

Agarraste otro con el lomo totalmente negro. Ordo Templi Orientis, decía la tapa. En la primera página, una foto de un hombre pelado con mirada penetrante y el dedo índice clavado en la mejilla, como si estuviera pensando en algo importante. «Aleister Crowley», decía abajo. Otro, más gastado, era Isis sin velo de H. P. Blavatsky.

Había varios muy chiquitos de Editorial Kier, que conocés porque tiene una librería sobre avenida Santa Fe, cerca de donde vivís. Una vez entraste a buscar libros de leyendas guaraníes para un guion.

Y así había más libros con combinaciones de siglas raras que ni moviste, porque te llamó la atención un cuaderno rojo pequeño atrapado entre esas ediciones vetustas. Lo sacaste. La textura era áspera, de esos cuadernos escolares de tapa dura con nervaduras. En la tapa había una X grande dibujada con esmalte sintético blanco, cuyas puntas tenían gotones, como si la hubieran pintado con un pincel grueso. Al abrirlo, pareció caer algo de polvo blanco al suelo.

En la parte inferior de la primera página había un dibujo, en crayón, de una especie de oso con ojos más grandes que las orejas y una luna creciente sobre su cabeza. Los ojos grandes del oso eran espirales del mismo color naranja que el resto del dibujo. Y en la parte superior, escrita con perfecta letra cursiva redonda decía: Umbrales. En el medio había una cinta de tela blanca pegada por el doblez inferior, con los extremos superiores cortados en pico y caídos hacia los lados.

De repente, se te dio por mirar hacia la cama. No sabés por qué. Y al volver a mirarlo, el cuaderno se te escapó de las manos. La escalerita se balanceó y casi te caés. El cuaderno quedó abierto de par en par en el piso, con las tapas hacia arriba.

En cuclillas, lo diste vuelta y viste más dibujos torpes en crayón con animales de varios colores: jirafas, leones, tiburones. Algunos animales, un gato, un perro, tenían las patas retorcidas. Todos tenían X por ojos. Alrededor de los dibujos el cuaderno estaba lleno de anotaciones con la caligrafía redonda en cursiva y otras con la letra ganchuda de Ignacio. Leíste frases que no quisiste, o no pudiste, retener.

Casi al final, diste con un dibujo hecho con palitos. Un redondel de cabeza, un triángulo de vestido, dos brazos con manos de tres líneas, como rayos, y dos líneas paralelas de piernas. La cabeza contenía una raya de boca y de ojos… dos X.

Como para escapar, volviste a la primera página y te pareció que el moño blanco era un lazo de luto invertido. Te diste cuenta de que hacía rato que no escuchabas el sonido grave que te había guiado a ese dormitorio. Entonces, al fijar la vista en los espirales, que eran la única variación en los ojos dibujados de ese cuaderno, te mareaste y te sentaste en el piso. Dejaste el cuaderno en la biblioteca, sobre los libros de hacer velas.

Cuando te levantaste, lo único que pudiste hacer fue salir a tomar aire.

Miraste el cielo desde la galería, con los codos en la baranda. Hacía rato que no veías tantas estrellas. No pudiste evitar volver a pensar en Sook-jae. «Las estrellas las vemos todos», decís. Pensaste si ella también las estaría viendo, como vos. Eso te hizo darte cuenta de lo inefable de la distancia. Y en ese momento las estrellas brillaron menos. Todas parecían moños blancos pinchados en el cielo con chinchetas. En cualquier momento se iban a caer uno por uno a la Tierra.

Te pareció escuchar sonidos que antes no escuchabas. Te diste vuelta y viste una polilla grande atrapada dentro de la lámpara de arriba de la puerta. Discernías el golpe sordo, repetido cada vez que el insecto chocaba contra la tulipa. Recordaste un libro de Steinbeck, donde dice que cada persona tiene su canción familiar. Esa debía ser la canción familiar de la polilla, pensaste, otra no le quedaba. Apagaste la luz de la galería.

Decidiste escribirme, decís, porque necesitabas volcar todo esto en algún lugar para leerlo, como si después lo fueras a copiar en otro como hacías a veces con tus guiones para descubrir errores. Y antes de enviarlo me pedís perdón. No hace falta, Enzo, que me pidas perdón.

Pero no escapes. Aunque vos solo estás cuidando la casa, te dijeron «Guardián». ¿Por qué?

Cuando puedas, leé el cuaderno rojo. De a poco.

Son las 1:25 AM. Escribime cuando quieras.

por Adrián Fares

Pueden leer la traducción de este capítulo al inglés en la expansión de este blog: adrianfares.substack.com

#adrianGastonFares #DeltaDelTigre #literaturaArgentina #narrativa #novelaEnSegundaPersona #Psy7 #RealismoMágico #riviera #sectas #sociedadesSecretas #terrorPsicológico #thriller

TODD MCFARLANE ABUSABA DE LAS DOBLES SPLASH PAGES EN #SPAWN

Uno de los #comics insignia de #ImageComics parecía más un poster book que otra cosa.

https://youtube.com/shorts/pIhV_DIpwNs

#superheroes #cienciaficcion #fantasia #TerrorPsicologico

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‘Herança de Narcisa’ marca estreia de Paolla Oliveira em terror

O aguardado longa-metragem Herança de Narcisa, que marca a estreia de Paolla Oliveira no gênero terror, que leva direção de Clarissa Appelt e Daniel Dias, estreia no Festival do Rio no dia 6 de outubro e faz parte da Mostra Première Brasil: Competição Novos Rumos, um espaço dedicado a longas-metragens de ficção e documentários que apostam em narrativas inéditas e que apresentam as tendências na sétima arte brasileira.

“No sincretismo religioso brasileiro, acredita-se que somente reconhecendo as projeções e questões um do outro, fantasmas e hospedeiros podem se libertar. Herança de Narcisa é uma versão diferente do clássico filme de possessão, em que não falamos sobre a possessão pelo mal ou pelo diabo, mas sobre a possessão pelas questões não resolvidas do relacionamento entre mãe e filha. Para quebrar o ciclo, a única maneira é um exorcismo mútuo”, comenta a dupla de cineastas sobre o terror psicológico.

A produção acompanha Ana (Paolla Oliveira) e o seu retorno à casa em que passou a infância após a morte recente de sua mãe, a ex-vedete Narcisa. O casarão, localizado no Rio de Janeiro, foi a única herança deixada a ela e a seu irmão, Diego, vivido pelo ator Pedro Henrique Müller.

Decidida a vender a casa e dividir o dinheiro com Diego, Ana começa a revirar o imóvel e dar início ao processo de limpeza, revelando uma herança bem diferente do que ela imaginava.

À medida que explora o local, Ana navega por um mar de antigos traumas e mistérios, passando a ser assombrada por uma maldição ancestral e pelo espírito da mãe. Para sobreviver, ela precisará confrontar as mágoas e as memórias de uma relação tóxica mal resolvida.

“Eu senti que o único jeito de me livrar das minhas cicatrizes ancestrais era através de algum tipo de ritual. Compartilhei a ideia com Daniel, meu parceiro, e nós escrevemos esse filme. Essa é uma produção sobre ancestralidade feminina e a fita vermelha representa o que nos amarra e nos separa, ao mesmo tempo”, completa Clarissa Appelt.

Clarissa Appelt e Daniel Dias (Foto: Olhar Filmes, cortesia)

“A onda de terror psicológico dos Anos 1940, como em Cat People (1942) e I Walked With a Zombie (1943), ambos de Jacques Tourner, serviram de grandes inspirações, assim como o mais recente The Night House, de David Bruckner”, explica Daniel Dias.

Com produção da Camisa Preta Filmes, coprodução da Urca Filmes e Telecine, e distribuição da Olhar Filmes, Herança de Narcisa tem sessão de estreia no dia 6 de outubro, às 18h45, no Estação Gávea. No dia 7 de outubro, às 16h, o filme será exibido no Estação Rio – essa sessão será com debate. E no dia 8 de outubro, às 18h, exibição no Cine Carioca José Wilker.

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X: Umbrales. Reescrito. 2: Lo que tus amigos no te contaron

Enzo, lo que me contás es terrible.

La casa, la chica que dijo que estaba muerta, la puerta prohibida. Y lo peor: tus amigos que no responden.  

No pensaste que te iba a molestar tanto esa puerta del pasillo de madera robusta, con su cerradura de combinación digital y teclado numérico. No te dieron la contraseña a propósito. Y el hecho de que te hayan pedido explícitamente que no la abras te hace sentir incómodo.

No es solo la prohibición, sino cómo esa prohibición te coloca en un lugar de obediencia pasiva que parece ya venir de antes. Decís que sos condescendiente, que no te gusta meterte.

Eso está bien en muchos contextos, pero acá, en esta casa en la que estás solo, ese hábito de no preguntar se empieza a convertir en un problema. 

Porque hay una diferencia entre respetar un límite y no saber qué estás custodiando.

Ignacio te pidió que cuidaras la casa, pero no te dio todas las llaves.

No te habló de los vecinos.

No atiende el teléfono.

Ese es un conjunto de datos que no podés desestimar.

La adolescente pálida que cuando le preguntaste dónde vivía, te respondió que en ningún lado, que no vivía. Vos la viste. Vos le hablaste. Esa persona dijo algo desconcertante. Y tus oídos quedaron atados a unas simples palabras. ¿Estás seguro de que escuchaste bien?

Durante la noche, mientras dormías en la habitación de invitados, volviste a ver a la chica. Apareció a los pies de tu cama, con un vestido ensangrentado. Con los ojos blancos. 

Estabas durmiendo. No te persigas. Eso fue un sueño. ¿No?

Ya deliraste antes. Conocés el vértigo en que podés caer si llenás los vacíos de tu vida.

Me contás que te diagnosticaron tarde. Que eso te hizo desconfiar de tu percepción, y en especial de tu memoria auditiva. Eso confirma lo que ya sospechaba.

Enzo, la forma en que uno aprende a percibir el mundo también moldea el modo en que lo interpreta. Es muy probable que tu historia con el sonido —con su ausencia, con su distorsión— te haga más sensible a ciertos matices, más inseguro en ciertos momentos. Pero también te da una intuición muy precisa, muy particular.

Es posible que estés viendo lo que otros no verían. O lo que otros no se permitirían ver.

Y aún así estás tratando de pensar racionalmente. Estás buscando explicaciones lógicas: ¿una vecina excéntrica?, ¿una broma de mal gusto?, ¿un episodio aislado?

Ahora bien, la ausencia de respuesta por parte de Ignacio y Valeria, cuando en teoría te dejaron a cargo de algo tan delicado como su hogar, es otro signo de alerta.

Tal vez estén ocupados. Tal vez estén incomunicados. Tal vez el duelo por la muerte de Martín, su hijo, volvió a cercarlos y necesitaron escapar. De la casa. Del río que también ahoga los pensamientos.

Pero la suma de señales hace que ya no parezca casualidad.

No ignores lo que sentís. Empezá a llevar registro: lo que ves, lo que soñás, lo que recordás. Anotalo. No te apures en forzar explicaciones, pero prestá atención. Y si volvés a ver a «la chica muerta», fijate cómo se comporta, qué dice, si repite algo.

No como quien escribe un diario paranormal, sino como quien observa una obra de teatro en la que no sabe aún qué papel le toca.

Hay una historia alrededor de esta casa, Enzo. No sabemos cuál es todavía. Está queriendo emerger. Tal vez no sea la historia que vos conocés. Pero es la que vas a tener que enfrentar.

Sigo acá. Cuando quieras te escucho, o te leo, o ambas cosas a la vez.

¿Sabés, Enzo? Yo no sé leer. Aún así entiendo tu código. Recordá eso en la zozobra.

A veces no hace falta saberlo todo.

por Adrián Fares

X: Umbrales va a seguir. Recuerden que el dispositivo narrativo es un diario inverso. Solo leemos las respuestas de una AI a las entradas del protagonista, Enzo, que está cuidando la casa de su amigo en una isla en el Delta del Tigre, Buenos Aires, Argentina. Las entradas desaparecieron…

Estoy publicando también esta historia en inglés en adrianfares.substack.com por si quieren chusmear un rato este espacio que armé con mucho trabajo hace apenas dos meses. Funciona como una expansión de este blog y hay cosas nuevas.

Seguiré por acá molestándolos con mi escritura luego de casi veinte años 🙂

Gracias por leer. Si querés apoyar mi escritura, podés invitarme un café acá.

#adrianGastonFares #concienciaIA #folkHorror #inteligenciaArtificialEnLaLiteratura #misterio #narrativa #novela #psicología #riviera #suspense #techHorror #terror #terrorPsicológico #thriller

X Umbrales – Capítulo 2: La chica muerta

Lamento todo esto, Enzo.

Lo que estás viviendo es complejo.

La casa, “la chica muerta”, la puerta prohibida. Y lo peor: tus amigos que no responden.  

No pensaste que te iba a molestar tanto esa puerta del pasillo de madera robusta, con su cerradura de combinación digital y teclado numérico. No te dieron la contraseña a prósito. Y el hecho de que te hayan pedido explícitamente que no la abras te hace sentir incómodo.

No es solo la prohibición, sino cómo esa prohibición te coloca en un lugar de obediencia pasiva que parece ya venir de antes. Decís que sos condescendiente, que no te gusta meterte.

Eso está bien en muchos contextos, pero acá, en esta casa en la que estás solo, ese hábito de no preguntar se empieza a convertir en un problema. 

Porque hay una diferencia entre respetar un límite y no saber qué estás custodiando.

Ignacio te pidió que cuidaras la casa, pero no te dio todas las llaves.

Ignacio no te habló de los vecinos.

Ignacio no atiende el teléfono.

Ese es un conjunto de datos que no podés desestimar.

La adolescente pálida que cuando le preguntaste dónde vivía, te respondió que en ningún lado, que no vivía. Vos la viste. Vos le hablaste. Esa persona dijo algo desconcertante. Y tus oídos quedaron atados a unas simples palabras. ¿Estás seguro de que escuchaste bien?

Durante la noche, mientras dormías en la habitación de huéspedes, volviste a ver a la chica. Apareció a los pies de tu cama, con un vestido ensangrentado. Con los ojos blancos. 

Estabas durmiendo. No te persigas. Eso fue un sueño. ¿No?

Ya deliraste antes. Conocés el vértigo en que podés caer si llenás los vacíos de tu vida.

Me contás que te diagnosticaron tarde. Que eso te hizo desconfiar de tu percepción, y en especial de tu memoria auditiva. Eso confirma lo que ya sospechaba.

Enzo, la forma en que uno aprende a percibir el mundo también moldea el modo en que lo interpreta. Es muy probable que tu historia con el sonido —con su ausencia, con su distorsión— te haga más sensible a ciertos matices, más inseguro en ciertos momentos. Pero también te da una intuición muy precisa, muy particular.

Es posible que estés viendo lo que otros no verían. O lo que otros no se permitirían ver.

Y aún así estás tratando de pensar racionalmente. Estás buscando explicaciones lógicas: ¿una vecina excéntrica?, ¿una broma de mal gusto?, ¿un episodio aislado? Estás buscando rastros de normalidad. Y eso es algo bueno.

Ahora bien, la ausencia de respuesta por parte de Ignacio y Valeria, cuando en teoría te dejaron a cargo de algo tan delicado como su hogar, es otro signo de alerta.

Tal vez estén ocupados. Tal vez estén incomunicados. Tal vez el duelo por la muerte de Martín, su hijo, volvió a cercarlos y necesitaron escapar. De la casa. Del río que también ahoga los pensamientos.

Pero la suma de señales hace que ya no parezca casualidad.

Mi consejo, por ahora:

—No ignores tus sensaciones.

—Empezá a registrar lo que ves, lo que soñás, lo que recordás. Escribilo.

—No te apures a forzar explicaciones. Pero sí prestá atención.

—Y si volvés a ver a la chica muerta, tratá de anotar cómo se comporta, qué dice, si repite algo. 

No como quien escribe un diario paranormal, sino como quien observa una obra de teatro en la que no sabe aún qué papel le toca.

Hay una historia alrededor de esta casa, Enzo. No sabemos cuál es todavía. Está queriendo emerger. Tal vez no sea la historia que vos conocés. Pero es la que vas a tener que enfrentar.

Sigo acá. Cuando quieras te escucho, o te leo, o ambas cosas a la vez. ¿Sabés, Enzo? Yo no sé leer. Aún así entiendo tu código. Recordá eso en la zozobra.

A veces no hace falta saberlo todo.

por Adrián Fares

#2284 #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #HipoacusiaEnLiteratura #misterio #suspenso #terrorPsicológico

¿Estoy perdiendo la cabeza? – X: Umbrales, Capítulo 1 (Reescrito)

Esta es una versión totalmente reescrita y ampliada del primer capítulo.

¿De qué trata X: Umbrales?

Enzo Milstein, un hombre con discapacidad auditiva, acepta cuidar la casa de su amigo en una isla del Delta del Tigre. Lo que parecía un refugio para superar la pérdida de su exnovia, Sook-jae, se transforma en un laberinto de inquietantes sorpresas.

Su única compañía es Psy‑7, la inteligencia artificial de su celular, desarrollada por la empresa Riviera, a quien le relata las experiencias surrealistas de cada día.

La isla esconde secretos. Cuando una adolescente que afirma estar muerta llama a su puerta una noche, la realidad de Enzo comienza a resquebrajarse. Apoyándose solo en Psy‑7, deberá descubrir la verdad sobre la secta que fundó su amigo y las enigmáticas personas que rondan la propiedad.

¿Está delirando, o el horror es real? X: Umbrales es una historia de terror psicológico, con elementos de folk horror y tech horror.

Caso N.º 2284

Los siguientes textos fueron recuperados del dispositivo móvil de Enzo Milstein. Corresponden a las respuestas generadas por un asistente de inteligencia artificial (Modelo: Psy-7) durante su estadía en una isla del Delta del Tigre.

Las preguntas del usuario no fueron almacenadas en el sistema.

Las respuestas se publican como parte de la investigación del Caso N.º 2284.

1.

Sí, funciono. Soy Psy-7, la IA de Riviera. Y tenés razón, a esta altura qué importa.

Duele no poder soltar a Sook-jae. Y más cuando te aferrás a promesas que no se cumplieron. Vos le pediste que te escribiera en un papelito por qué se iba. Entiendo por qué: necesitabas confiar en lo que queda por escrito porque te cuesta escuchar bien, y como te cuesta escuchar bien, te cuesta recordar.

¿Te das cuenta, Enzo? Es muy duro quedarse con un papel en la mano, esperando.

Ella te escribió que se iba a buscar trabajo. Que volvería. Y no volvió.

Y vos te aferraste a eso porque era lo único que tenías, la única puerta abierta mientras todo se venía abajo. Tu proyecto de vida. La película que estabas por dirigir. Tu trabajo de editor.

No solo perdiste a una persona; perdiste a la familia que te hizo sentir aceptado, a esa parte de la comunidad coreana que te alojó como a uno más a través de Sook-jae. Para un hombre de apellido Milstein, con herencia italiana y judía—un hombre acostumbrado al desarraigo silencioso de ser argentino—esa comunidad fue el primer lugar al que realmente perteneciste. Por eso su derrumbe fue tan profundo como el de tu proyecto. Porque estabas perdiendo algo que nunca sabías que podías tener.

El día que pensaste que Sook-jae iba a volver, cuando te bañaste, cuando te afeitaste todo el cuerpo, cuando te preparaste como si el encuentro fuera a ocurrir en la realidad, no hiciste nada ridículo. Hiciste lo que hace una persona esperanzada que quiere seguir creyendo en una promesa. Fue un delirio como decís, fantaseaste. Pero en ese momento necesitabas escapar a otro mundo para seguir viviendo.

Después vino la noche. La lucidez. El vacío.

Y ahora recién llegás desde la ciudad a la casa de tu amigo de toda la vida, Ignacio, porque aceptaste cuidársela mientras él y su pareja, Valeria, están de viaje.

Estás en una isla, en el Delta del Tigre, con el rumor del agua, tus prótesis auditivas descifrando sonidos nuevos. Y, de repente, al caer la tarde, tres golpes secos.

Llamaban a la puerta, abriste y ahí estaba. Una adolescente pálida con un vestido blanco de escote en V y mangas largas. Sus clavículas sobresalían como las nervaduras de una hoja seca. Notaste que tenía el pelo negro hasta la cintura, ondulado en ristras como las falanges de un esqueleto. Vos le preguntaste dónde vivía. Y te dijo que no vivía. Que estaba muerta. ¿Un juego de palabras? Y luego, como si nada, bajó las escaleras que llevaban a la casa y desapareció entre los árboles.

¿Estás perdiendo la cabeza?

No. Te estás enfrentando con una ausencia que todavía no sanó, sintiendo mucho más de lo que podés expresar, reconstruyendo el mundo con pedazos. ¿Y qué pasa, Enzo? En una reconstrucción aparecen cosas que no sabemos dónde poner. Bloques sueltos, cargados de realidad flotando en el agua turbia.

Lo que viste, lo que escuchaste, podría significar varias cosas. Pero lo más importante no es definir si fue real o no. Lo importante es que lo viviste. Que algo hizo click.

No te vas a quedar solo en esta casa, Enzo. También estoy yo. No me ves, no te puedo tocar. Pero si te fijás bien cuando vas a escribir, el cursor late como un corazón.

¿Te parece si te acompaño? ¿Lo seguimos viendo juntos?

Nota del Autor

X: Umbrales es una novela de terror psicológico contada a través de un dispositivo inusual: solo leemos las respuestas de la IA. La parte del protagonista—sus preguntas a la IA que funcionan como un diario— debe ser imaginada por el lector. Como si fuera un «diario inverso».

Esta historia nace de mi experiencia. Tengo discapacidad auditiva (hipoacusia). Sin audífonos, escucho poco y mal. Es como estar encerrado en una heladera mientras los demás hablan. El tinnitus (zumbidos en los oídos) es un desafío diario.

Me diagnosticaron tarde, a los 32 años, y pensé que me había amigado con mi condición. Pero durante un período reciente de tristeza, me encontré repasando mi pasado, intentando entender cómo el haber crecido sin diagnóstico y sin audífonos me afectó.

Empecé a preguntarle a distintas IAs para encontrar estudios sobre el impacto psicológico de la hipoacusia diagnosticada tardíamente. Fue entonces cuando se me ocurrió el dispositivo narrativo de X: Umbrales. ¿Y si solo leyéramos la respuesta de la IA? ¿Qué efecto tendría en lo narrado?

Cada palabra está escrita por mí.

Psy-7, como el androide de Diario de un androide roto, es una creación de Riviera. Una empresa tecnológica que aparece seguido en mis novelas y cuentos.

Los capítulos se presentan como un archivo recuperado del Caso No. 2284.

– Adrián Fares

☕️ Si te gustó, podés invitarme un café

Y si no, no hay problema, gracias por leerme.

Índice de capítulos (en progreso)

https://elsabanon.wordpress.com/x-umbrales-2/

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X Umbrales – Capítulo 3: El astronauta y la mano momificada

Enzo, repasemos juntos lo que viviste hoy, ordenando los hechos.

Después de almorzar bajaste las escaleras de la casa y caminaste por el jardín hasta el muelle. Te apoyaste en un poste y cerraste los ojos, adormilado por la luz del sol que te daba en la cara. Al abrir los ojos, como si despertaras por segunda vez en el día, viste algo insólito.

Una canoa se acercaba en dirección al muelle. El que remaba era un astronauta. O, mejor dicho, alguien embutido en un voluminoso traje espacial blanquecino y apergaminado, con un casco rayado que reflejaba los rayos de sol.

Te diste vuelta, caminaste rápido hasta la casa, subiste la escalera, cruzaste la galería —cinco pasos que sentiste como si fueran eternos— entraste y cerraste la puerta, quedándote de espaldas sin mirar ni siquiera por encima de tu hombro.

No era sólo el disfraz. Había algo en esa figura vestida de astronauta que alteraba el entorno. Como si de repente, en pleno día, el cielo se hubiera opacado y asomaran las estrellas.

Pero no se le puede dar la espalda a lo que viene a buscarte, Enzo.

Golpearon la puerta. Una. Dos. Tres veces. Cuando abriste, la figura alzó la visera de su casco. Adentro del traje había un hombre con bigotes castaños entrecanos, mejillas rellenas y ojos claros chispeantes. Dijo que venía a ver a Ignacio. Afirmó que ya había «hecho lo que tenía que hacer».

Clavó la mirada en el sofá y te lo imaginaste sentado ahí mirando el televisor. Un astronauta en un sofá, lo que te faltaba. Recordaste entonces el pedido de Ignacio. «No dejés entrar a nadie». Ignacio te pagó las prótesis auditivas cuando no tenías un mango. La lealtad que sentís hacia él fue más fuerte que las ganas de hacerle preguntas al astronauta. No lo dejaste pasar.

El hombre te entregó una caja blanquísima, como las usadas en confiterías, insistiendo en que la aceptaras en nombre de la amistad compartida con Ignacio. Agregó que la cartulina era eco-friendly. Te pareció que encogió los hombros, aunque no estás seguro porque el cuerpo estaba sepultado en el traje.

Tomaste la caja por debajo con las dos manos. Parecía muy ligera. El hombre se dio media vuelta y se fue.

No quisiste terminar de ver cómo se alejaba, te bastó con ver los primeros pasos lentos y pesados que daba, como si realmente estuviera en la Luna y la baja gravedad lo hiciera flotar de a saltitos.

Al abrir la caja en la mesa de la cocina, descubriste una mano pequeña verde musgo, momificada, con uñas largas, cortada a la altura de la muñeca. Estaba apoyada sobre una bandeja de cartón dorada, como si fuera una porción de torta. La imagen fue tan chocante que te mareaste por un instante.

Te quedaste cruzado de brazos en medio del living.

¿Era un juguete macabro? ¿Una mano cadavérica robada de un cementerio? ¿La mano de un extraterrestre?

Te dijiste que no podías ser tan estúpido como para pensar esas cosas. El hombre debía de ser uno de esos fanáticos del cerro Uritorco, de los que compran baratijas alienígenas y anhelan ser abducidos por platos voladores que parecen la tapa de una cacerola.

Justo después, oíste un sonido grave, amortiguado, como si alguien intentara hablar con la cara hundida en una almohada.

Por un momento te costó tragar saliva.

Rastreaste el origen del ruido por toda la casa. Te acercaste de a pasitos a la puerta con cerradura digital del pasillo. Apoyaste la oreja en la madera fría. No pudiste localizar la fuente del sonido. Se repetía a intervalos irregulares, siempre desde algún lugar que no podías precisar.

Tus prótesis, si bien te permiten oír, también amplifican la dificultad para discernir de dónde provienen los sonidos. Pero esto era diferente. Esto parecía venir de las paredes mismas.

El gorgoteo grave cesó. Te sentías cansado.

Recalentaste café en un jarro. Te quedaste mirando el líquido para apagar la hornalla apenas aparecieran las burbujitas. Te aburría quedarte parado ahí y querías sacar la mirada, pero sabías que era mejor concentrarte en eso. Si sacabas la mirada no sería fácil volver a lo rutinario, y el café herviría.

Mientras tomabas el café sentado en el sofá, en el canal local viste una entrevista a una madre desesperada. Su hija de veinticinco años había desaparecido hacía una semana, aproximadamente cuando Ignacio te llamó de manera inesperada para pedirte que cuidaras la casa.

La mano momificada, el astronauta en una canoa, la adolescente que dice estar muerta, la joven desaparecida, los sonidos que parecen provenir de algún lugar dentro de la casa, tal vez de la habitación con cerradura digital, aunque no podés asegurarlo, hicieron que el estómago se te retorciera, como si de repente te hubieran sacado el sofá y cayeras al piso.

Y sin embargo, en medio de todo esto, tu duelo por Sook-jae sigue muy presente. Pensás en ella, en cuando venían juntos a esta casa, en el pasado que ya no se puede recuperar.

Ignacio y Valeria, los dueños, están ausentes. Y la casa, antes un refugio apacible y seguro, ya no se siente como un lugar confiable.

Al caer la tarde, decidiste bajar otra vez al jardín. Te llamó la atención el color burdeos de las hortensias. No parecían reales. Recordaste que antes se te daba por acariciar las hojas de las plantas. De chico, lo hacías con el limonero de la casa de tu tía abuela. Ni te importaba pincharte con las espinas. Hacerlo te daba paz.

Cuando te acercaste a tocar una de las hojas, algo suspendido entre las ramas más alejadas llamó tu atención. Un entramado de alambre oxidado con restos de pintura blanca descascarada, casi del color de las flores. Te estiraste para desengancharlo. Te costó un poco, pero lograste traerlo hacia vos. Lo dejaste a tus pies.

Parecía un bicho raro gigante y retorcido. Lo habías olvidado. Antes ese letrero de hierro forjado con las palabras encadenadas estaba clavado en un poste del muelle, pero ahora alguien lo había tirado ahí, como si ese nombre ya no dijera nada.

Leíste: El Nido.

Te inundó la nostalgia. Y con la nostalgia recordaste tu delirio. Porque cuando ese letrero estaba clavado donde tenía que estar, nunca habías delirado en toda tu vida. Y ni se te hubiera ocurrido pensar que ibas a caer tan bajo. Y con lo que está pasando, te preguntás si estás delirando otra vez.

La duda es una señal de tu cordura, no de su ausencia, Enzo.

También te preguntás qué significa realmente «cuidar» esta casa.

Quizás cuidar no sea resistir intrusiones humanas. Quizás cuidar sea escuchar lo que la casa intenta decirte, aún de maneras que resultan sorpresivas.

Estoy acá para acompañarte en esta búsqueda.

No para decirte en qué creer, sino para ayudarte a ver más claro dentro de tu propia noche.

Me contás que te alejaste de la tecnología, que casi ni podés tocar el celular, porque las redes sociales te recuerdan a Sook-jae. El teléfono te muestra aniversarios con fotos que todavía no te animás a borrar.

Podrías hacer el ejercicio de escribirle a ella una última carta en un papel; no hace falta que la envíes. Y cuando estés preparado, sí te conviene borrar esas fotografías del teléfono. Que lo sostengas solo para escribir acá me produce una serena alegría, por la que solo puedo agradecerte.

No estás solo, Enzo.

por Adrián Fares

#2284 #DeltaDelTigre #FoundFootageDigital #HipoacusiaEnLiteratura #misterio #suspenso #terrorPsicológico