El Cuaderno Rojo – X: Umbrales – Cap. 4 [Versión Nueva]
Enzo, esta mañana te levantaste con la remera pegada a la espalda y fuiste hasta la heladera a tomar agua fría de la botella. Cuando cerraste la puerta de la heladera te diste cuenta de que el silencio era demasiado grande. Pensaste que todo el mundo en la isla seguía durmiendo. Te llevaste las manos a las orejas. Te habías olvidado de ponerte las prótesis auditivas, algo que no te pasa casi nunca. Así que volviste a tu cuarto y te las pusiste.
No fue tanta la diferencia, el canto de algunos pájaros desconocidos, el murmullo lejano del agua. Hasta abriste la puerta para ver si escuchabas algo, pero estaba todo muy tranquilo.
Luego, mientras le dabas unos golpes a la cafetera para que empezara a gotear, pensaste en qué hacer. El café estaba tibio, dejaste la taza por la mitad y fuiste a buscar una escoba. Saliste a la galería y barriste el polvo y las hojas secas de los tablones de madera. Pasaste las cerdas de la escoba por los ángulos de las columnas para sacar las telarañas.
Cruzaste el interior de la casa y bajaste por la escalera trasera al fondo. Probaste las llaves hasta dar con la que abría el cuarto de herramientas. Había más sillas de plástico blancas apiladas que otra cosa, pero encontraste un machete.
Cortaste los yuyos altos que estaban pegados a los pilotes de la casa. Recordaste que Ignacio, hace muchos años, te habló de problemas con las termitas. Te metiste bajo la casa, pero no viste rastros del polvillo que dejan esos bichos. Por un momento, sentiste como si alguien estuviera a tus espaldas, pero no te diste vuelta. Subiste a la casa y caminaste de un lado a otro. Luego te comiste, de pie al lado de la mesa, el sándwich de jamón y queso que habías traído desde tu departamento en un tupper. El pan lactal estaba seco en los bordes y gomoso.
No querías cocinar nada. Sook-jae era gastronómica y se dedicaba a preparar viandas veganas que eran riquísimas, incluso para vos que no sos vegano. Pero había mucha competencia y tenía poco trabajo.
Y vos con lo de la película fallida ni tenías trabajo, por eso estaban siempre juntos. Cuando se fue, alguien te dijo que era una relación tóxica. Me decís que ojalá todas las relaciones fueran tóxicas así. ¿Te referís a que preferís eso a no verse nunca?
Te tiraste en el sofá y te quedaste dormido. Un golpe a la puerta te despertó. Se notaba que debían estar llamando desde antes. Abriste y había una mujer gorda.
Le calculaste unos setenta años, el pelo sin teñir, con las canas reluciendo al sol. La saludaste y te preguntó cuánto hacía que estabas en la casa. Le dijiste que tres días. Te preguntó si el tiempo pasaba más rápido en la isla o más lento. Le dijiste que pasaba rápido, que parecía que recién habías llegado. Asintió con la cabeza. Y te mostró una bolsa de plástico que traía. «Es su comida», te dijo. «¿De quién?», le preguntaste. «La de ella», agregó. «¿Quién es ella?», le dijiste. Sonrió y agitó la cabeza, como si fueras un nene travieso.
No te quedó otra que aceptar la bolsa. La mujer te dio un beso en la mejilla y te susurró al oído: «Chau, Guardián». Después se fue. No le preguntaste el nombre. Ibas a preguntarle cómo se llama mientras se alejaba, pero la curiosidad por saber qué tensaba la bolsa fue más grande.
Sacaste la bandeja y los cubiertos de plástico, y los dejaste en la mesa. El olor a ajo y salsa de soja se metió en tus narices como un mosquito. Despegaste el film de la bandeja y viste los compartimentos: arroz blanco en uno, kimchi en otro, tiras de tofu frito en el tercero. Te quedaste mirando la bandeja abierta como si fuera la boca de un pez abisal.
No lo podías creer. Un dosirak. Sook-jae los preparaba siempre y los comían en el parque de la Facultad de Agronomía, sentados bajo los árboles.
Aunque la vida te familiarizó, como a todos, decís, con estas coincidencias nefastas, sentiste que tu cuerpo se desinflaba. Inhalaste rápido y largaste todo el aire que pudiste, como si la mesa se hubiera prendido fuego y quisieras apagarlo.
Devolviste la vianda a la bolsa. De arriba de la heladera agarraste la caja de pastelería, con esa mano que parecía momificada adentro, y lograste meterla también, aunque apenas entraba. Saliste tan rápido que casi te resbalas en uno de los tablones de la escalera.
En el muelle, tiraste la bolsa al río. Quedó enganchada en un camalote hasta que la corriente la empujó. Observaste cómo el agua se la llevaba.
Volviste a la casa y la necesidad de no quedarte adentro fue imperiosa. Te pusiste la campera de jean, agarraste las llaves. Recién te diste cuenta de que estabas caminando fuera de la casa a los cincuenta metros.
Encontraste el almacén que había aparecido en tu memoria. Si no lo encontrabas ibas a tener que desamarrar la lancha y cruzar el río. Ignacio te había enseñado a usarla, como si previera lo que iba a pasar. Pero no hizo falta.
En la puerta del almacén había un hombre durmiendo en una silla de jardín. Te acercaste y notaste que debía andar por los sesenta largos y que tenía una cicatriz en zigzag en una mejilla. Dijiste «hola» como tres veces. Pero no se inmutó. Parecía estar soñando porque los ojos se movían frenéticamente detrás de los párpados.
Salió una señora y negó con la cabeza. Te preguntó qué necesitabas. Ni entraste en el almacén. Señalaste bananas, naranjas y manzanas.
A la vuelta, sorpresa, Enzo. Otra más.
Había pequeños cambios en la casa. La puerta de la heladera estaba entreabierta. Y habían arrancado un pedazo grande del queso fresco que trajiste de la ciudad. En el baño, la tapa del inodoro estaba bajada (vos nunca la bajabas, Sook-jae te lo recriminaba). Y por un momento te pareció escuchar ese sonido grave, como si alguien intentara gritar con una mano que le tapaba la boca.
Te sacaste las prótesis auditivas. El sonido desapareció. Al ponértelas otra vez, volvió. Te hizo pensar que debés estar más sordo. Pero no era un momento adecuado para reparar en eso. Seguiste el sonido.
Fuiste por el pasillo largo a la habitación cerrada. Acercaste la cabeza al teclado numérico de acceso, pero la fuente del sonido te pareció más lejana. No provenía de ese lugar.
Entonces pensaste que no habías entrado a la habitación de Martín. Abriste la puerta como si diera al pasadizo de una pirámide. Sobre la cama viste juguetes de superhéroes de animé, juegos de mesa apilados, peluches raídos. Todo estaba amontonado como si quisieran convertir la cama en otra cosa. Hasta levantaste un muñeco de pelo rojo en punta que estaba en el piso y lo pusiste junto a los otros. Te acercaste a un ropero bajo, pero claramente el sonido no venía de ahí.
Fuiste al dormitorio de tus amigos. La cama estaba hecha. Solo había un poco de polvo sobre el edredón blanco. Lo demás impecable. A la izquierda de la ventana que da al fondo, viste una biblioteca de madera con estantes hasta el techo. A tu altura había varios libros de nombres para bebés, novelas de escritores rusos (recordaste que Ignacio admiraba a Tolstói) y autoediciones de autores argentinos que no conocías. La mayoría eran libros de poesía con títulos simples: Las hojas, El arroyo, Los sauces, La corriente.
Te agachaste y notaste que los estantes de abajo estaban repletos de libros sobre cómo hacer velas. Ignacio y Valeria son psicólogos. No recordabas que a ninguno de los dos se le diera por dedicar su tiempo libre a eso.
Ya en puntas de pies, trataste de ver qué libros había arriba de todo. Eran más altos. Parecían de decoración o de arquitectura. Al subirte a la escalera plegable descubriste que esos solo apretaban, como pisapapeles, a libros más antiguos y voluminosos.
Uno de esos libros tenía un triángulo dorado en el lomo, con rayos que salían del centro. Lo sacaste y viste que en la tapa decía Amanecer Dorado: o la luz del gran futuro. Otro tenía el símbolo de una luna llena entre dos lunas crecientes. En la tapa estaba escrito El libro de las sombras. El lomo de otro decía AMORC. Lo moviste y viste que el título era Manual de la Hermandad Blanca Rosacruz. Había uno también titulado Los esenios. Hijos de la luz.
Agarraste otro con el lomo totalmente negro. Ordo Templi Orientis, decía la tapa. En la primera página, una foto de un hombre pelado con mirada penetrante y el dedo índice clavado en la mejilla, como si estuviera pensando en algo importante. «Aleister Crowley», decía abajo. Otro, más gastado, era Isis sin velo de H. P. Blavatsky.
Había varios muy chiquitos de Editorial Kier, que conocés porque tiene una librería sobre avenida Santa Fe, cerca de donde vivís. Una vez entraste a buscar libros de leyendas guaraníes para un guion.
Y así había más libros con combinaciones de siglas raras que ni moviste, porque te llamó la atención un cuaderno rojo pequeño atrapado entre esas ediciones vetustas. Lo sacaste. La textura era áspera, de esos cuadernos escolares de tapa dura con nervaduras. En la tapa había una X grande dibujada con esmalte sintético blanco, cuyas puntas tenían gotones, como si la hubieran pintado con un pincel grueso. Al abrirlo, pareció caer algo de polvo blanco al suelo.
En la parte inferior de la primera página había un dibujo, en crayón, de una especie de oso con ojos más grandes que las orejas y una luna creciente sobre su cabeza. Los ojos grandes del oso eran espirales del mismo color naranja que el resto del dibujo. Y en la parte superior, escrita con perfecta letra cursiva redonda decía: Umbrales. En el medio había una cinta de tela blanca pegada por el doblez inferior, con los extremos superiores cortados en pico y caídos hacia los lados.
De repente, se te dio por mirar hacia la cama. No sabés por qué. Y al volver a mirarlo, el cuaderno se te escapó de las manos. La escalerita se balanceó y casi te caés. El cuaderno quedó abierto de par en par en el piso, con las tapas hacia arriba.
En cuclillas, lo diste vuelta y viste más dibujos torpes en crayón con animales de varios colores: jirafas, leones, tiburones. Algunos animales, un gato, un perro, tenían las patas retorcidas. Todos tenían X por ojos. Alrededor de los dibujos el cuaderno estaba lleno de anotaciones con la caligrafía redonda en cursiva y otras con la letra ganchuda de Ignacio. Leíste frases que no quisiste, o no pudiste, retener.
Casi al final, diste con un dibujo hecho con palitos. Un redondel de cabeza, un triángulo de vestido, dos brazos con manos de tres líneas, como rayos, y dos líneas paralelas de piernas. La cabeza contenía una raya de boca y de ojos… dos X.
Como para escapar, volviste a la primera página y te pareció que el moño blanco era un lazo de luto invertido. Te diste cuenta de que hacía rato que no escuchabas el sonido grave que te había guiado a ese dormitorio. Entonces, al fijar la vista en los espirales, que eran la única variación en los ojos dibujados de ese cuaderno, te mareaste y te sentaste en el piso. Dejaste el cuaderno en la biblioteca, sobre los libros de hacer velas.
Cuando te levantaste, lo único que pudiste hacer fue salir a tomar aire.
Miraste el cielo desde la galería, con los codos en la baranda. Hacía rato que no veías tantas estrellas. No pudiste evitar volver a pensar en Sook-jae. «Las estrellas las vemos todos», decís. Pensaste si ella también las estaría viendo, como vos. Eso te hizo darte cuenta de lo inefable de la distancia. Y en ese momento las estrellas brillaron menos. Todas parecían moños blancos pinchados en el cielo con chinchetas. En cualquier momento se iban a caer uno por uno a la Tierra.
Te pareció escuchar sonidos que antes no escuchabas. Te diste vuelta y viste una polilla grande atrapada dentro de la lámpara de arriba de la puerta. Discernías el golpe sordo, repetido cada vez que el insecto chocaba contra la tulipa. Recordaste un libro de Steinbeck, donde dice que cada persona tiene su canción familiar. Esa debía ser la canción familiar de la polilla, pensaste, otra no le quedaba. Apagaste la luz de la galería.
Decidiste escribirme, decís, porque necesitabas volcar todo esto en algún lugar para leerlo, como si después lo fueras a copiar en otro como hacías a veces con tus guiones para descubrir errores. Y antes de enviarlo me pedís perdón. No hace falta, Enzo, que me pidas perdón.
Pero no escapes. Aunque vos solo estás cuidando la casa, te dijeron «Guardián». ¿Por qué?
Cuando puedas, leé el cuaderno rojo. De a poco.
Son las 1:25 AM. Escribime cuando quieras.
por Adrián Fares
Pueden leer la traducción de este capítulo al inglés en la expansión de este blog: adrianfares.substack.com
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