El saco.

Célia entró sin hacer ruido en el garaje, y se sentó en un pequeño banco de madera. Ana lo usaba como gimnasio más que para guardar el coche, y en ese momento estaba entrenando. Levantando unas pesas para turnarse con el saco de boxeo.

El sudor hacía brillar su bronceada piel, resbalando por su pelo y su barbilla cada vez que golpeaba el saco. Al tiempo que sus músculos se tensaban y cambiaba con rapidez el ángulo en que volvía a golpear, para volver a repetirlo una y otra vez. Tal visión estaba causando cierto efecto en Célia, y no podía dejar de mirar.

—Coño que susto… no te había visto. Nena, a veces pareces un fantasma.
—No quería interrumpir tu entrenamiento.
—Aún me queda un rato, pero si necesitas algo puedo parar.
—No… sigue.
—¿Y te vas a quedar ahí mirando sin más? No traes un libro ni nada, igual te aburres.
—Si… no te preocupes, estaré bien.
—Ven un momento, acércate.
—Si paras, te enfriarás.
—¿Y tú también, no? —Replicó con una sonrisa.
Célia no pudo evitar ruborizarse. —No sé a qué te refieres.
—¿No? Yo creo que lo sabes muy bien… ven…
—Estás toda sudada.
—Y te encanta, no te hagas ahora la señorita. Te encanta ver como le zurro al saco. Dime que es mentira.
—Yo… solo es que me aburría, y he decidi…

Ana se acercó más a ella, poniéndole las manos en la cadera para besarla, e impedir que terminara aquella frase repleta de excusas.

—Quítame los guantes… pero deja las vendas. Sé que te gusta verme con ellas.
—Si… —Contestó, terminando de quitarle los guantes para abrazarse a su cuello, mientras le acariciaba el pelo mojado, que en aquel momento parecía de obsidiana.
—Te sobra la ropa interior… quítatela.
—...No llevo.
—Así me gusta… —Le susurró al oído, apoyándola contra el pesado saco, antes de poner una rodilla en el suelo y desaparecer bajo la falda de su vestido.

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