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La estrella que no quería subir al cielo

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Fabula especial de Navilenteja

En un rincón perdido del Cielo Invernal, donde las nubes parecían almohadas gigantes y el viento olía a galletas recién horneadas, vivían cientos de estrellas pequeñas llamadas Lucelitas.

Las Lucelitas no nacían en el cielo.
Nacían en la Tierra.

Cuando un niño hacía un acto de bondad verdadero —uno que nacía del corazón y no esperaba nada a cambio—, una pequeña chispa brillaba en su pecho. Esa chispa subía al cielo y se convertía en una Lucelita: una estrella bebé.

Cada estrella bebé tenía que entrenar para iluminar el cielo nocturno durante la Navidad, cuando el mundo necesitaba más luz que nunca.
Pero había una que no quería hacerlo.

Su nombre era Tilda.

Tilda era redondita, luminosa y con chispa dorada en las puntas. Pero era también un poquito terca… y bastante asustadiza.

Mientras las otras estrellas practicaban cómo brillar, cómo guiñar, cómo formar constelaciones perfectas, Tilda simplemente se escondía detrás de una nube.

—No quiero subir al cielo, —decía con voz temblorosa—. Es muy alto. Muy lejos. ¿Y si me pierdo? ¿Y si me apago? ¿Y si no brillo lo suficiente?

Las demás Lucelitas intentaban animarla:

—¡Vamos, Tilda! Todas tenemos miedo al principio.
—Tu luz es hermosa.
—Brillas más que yo, incluso.

Pero ella negaba una y otra vez.

Hasta que un día, la Gran Estrella Guía, Astreya, decidió intervenir.

Astreya era la estrella más antigua del cielo, tan grande que su luz parecía un sol diminuto. Descendió del cielo y se posó suavemente frente a Tilda.

—He oído que no quieres subir, —dijo con voz cálida.

Tilda tembló tanto que casi apagó su luz.

—Es que… no soy suficiente…

Astreya ladeó su brillo.

—Ninguna estrella nace suficiente. Se vuelve suficiente cuando se atreve a brillar.

La pequeña estrella tragó luz.

—¿Y si me caigo?
—Te sostendremos.
—¿Y si me apago?
—Te encenderemos otra vez.
—¿Y si no sirvo para iluminar nada?
—Entonces aprenderás. Todos aprendemos.

Tilda se quedó callada.

Astreya sonrió.

—Quiero mostrarte algo.

La gran estrella extendió un rayo de luz y, sin que Tilda pudiera reaccionar, la llevó volando hacia la Tierra.

Cayeron suavemente en un pueblo cubierto de nieve. Las luces apagadas, las ventanas frías, las calles vacías.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Tilda.

Astreya suspiró.

—Aquí vive un niño que ha perdido su luz.

En una casita humilde, Tilda vio a un niño sentado solo junto a la ventana. Tenía los ojos hinchados de llorar. Su nombre era Leo.

—Su papá se fue a trabajar lejos. Su mamá está enferma. Él hace todo lo que puede, pero… se siente solo.

Tilda lo observó en silencio.

Leo tomó un dibujo arrugado: una foto del cielo que había hecho con crayolas. Antes le encantaba dibujar estrellas… pero ahora solo garabateaba nubes oscuras.

—¿Por qué está así? —susurró la pequeña estrella.

—Porque ha olvidado que aún tiene luz dentro. A veces los humanos necesitan una chispa para recordar, —respondió Astreya.

Tilda sintió algo extraño dentro de su brillo.

¿Una punzada?
¿Una tristeza cálida?
¿Un deseo?

—¿Yo… podría ayudarlo?

Astreya asintió.

—Solo si subes al cielo. Desde allá puedes iluminar su ventana. Él lo verá. Y quizás… recuerde que la esperanza todavía existe.

Tilda miró hacia arriba.
El cielo parecía enorme.
Infinito.
Lejano.

Pero vio el rostro triste del niño…

Y decidió intentarlo.

—Está bien, —susurró—. Subiré.

Astreya brilló llena de orgullo.

—Entonces ven. Toma mi rayo.

La subida fue la parte más difícil.
El cielo se hacía más alto.
El viento más fuerte.
Las nubes más densas.

Varias veces Tilda quiso rendirse.

—No puedo… me canso… me pesa mi luz…

Pero entonces miraba hacia abajo y veía la casita de Leo.

Y seguía.

Cuando por fin llegó al Cielo Invernal, las otras estrellas la recibieron con aplausos de luz.

—¡Tilda lo logró!
—¡Tilda subió!
—¡Nuestra amiga brillará hoy!

La pequeña estrella se sonrojó… si una estrella puede hacer eso.

Astreya anunció entonces:

—Esta noche, cuando llegue la Navidad, Tilda será quien guíe la primera luz hacia la Tierra.

Tilda tembló.

—¿YO? ¿La primera luz? ¿Por qué yo?

Astreya respondió:

—Porque tú entendiste algo muy importante: la luz no existe solo para brillar… sino para sanar.

Tilda miró hacia donde estaba Leo.
Y entonces supo qué debía hacer.

Llegó la Nochebuena.

Todas las estrellas se acomodaron en sus constelaciones.
El cielo se preparó como si fuera un escenario.
Los copos cayeron en cámara lenta, como si respetaran el momento.

Astreya habló:

—Tilda, es tu turno.

La pequeña estrella respiró hondo.

—Está bien… voy a intentarlo.

Inclinó su luz hacia la Tierra.

Primero fue un destello pequeño.
Luego un rayo.
Luego un brillo cálido que se extendió suavemente.

El rayo viajó desde el cielo hasta la ventana de Leo.

El niño levantó la mirada.

Y la vio.

Una luz suave, dorada, tibia…
Una luz que parecía hecha a su medida.

Leo dejó de llorar.
Abrió la ventana.
Se quedó mirando la estrella con los ojos muy, muy grandes.

—¿Estrella… eres para mí?

Tilda tembló de alegría.

Leo sonrió por primera vez en semanas.
Y en su pecho…
una luz pequeñita volvió a encenderse.

Astreya murmuró:

—Lo has logrado, Tilda.

Tilda brilló más fuerte que nunca.

Y esa noche…
no hubo estrella más hermosa en el cielo.

Desde entonces, cuando un niño o niña está triste, dicen que una estrella bajita baja un poquito más que las demás.

No muy alta.
No muy perfecta.
No muy brillante.

Pero exactamente lo que ese niño necesita.

Su nombre es Tilda.

La estrella que tuvo miedo…
y aun así eligió brillar.

Moraleja

No necesitas ser la más grande ni la que más brilla. Solo necesitas ser la luz que alguien necesita.
El valor no es no temer… es brillar incluso con miedo.

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